Viernes, 04 enero 2002 Año III. Edición 273 IMAGENES PORTADA
Internacional
Allá en la Siria

Sin un sentimiento nacional definido, ¿protagonizará Damasco una versión levantina de los balcanes?
por JUAN F. BENEMELIS Parte 1 / 2
Siria
Siria. El complicado ajedrez de los Alawita

Es muy prematuro asumir como indisoluble la actual partición en naciones árabes de este parche de terreno enclavado entre los Montes Taurus y los arenales de la Arabia, que antiguamente se apellidó la Gran Siria, y que por dos milenios estuvo uncida al carro de guerra de romanos, bizantinos, árabes, mamelucos, selyúcidas y otomanos, y del cual dejaron testimonios estupendos las audaces exploradoras inglesas Gertrude Bell y Freya Stark.

La rivalidad anglo-francesa echó a perder lo único que tenía sentido para ese paraje, la Gran Siria, que dividieron en seis entidades. El turco Kemal Atatürk recuperó un trozo del norte; los secretarios coloniales británicos dibujaron caprichosamente en un mapamundi los mandatos de Palestina, Transjordania e Irak; y los franceses convirtieron su zona, más tarde, en Siria y Líbano. La parte que conservó el nombre de "Siria", separada de Turquía por el arco de triunfo romano de Bab-al-Hawa, hoy está tan lejos de ser una nación, como lo estaba bajo Estambul.

El sentimiento nacional no constituye el cimiento de la nueva Siria. El único patriotismo que ha existido allí ha sido el pan-arabismo circunscrito a Damasco; después de todo, al igual que los Balcanes, es parte del mismo mundo que aún no se ha repuesto del colapso del imperio turco, y los conflictos fronterizos que ello generó. Pese a que el territorio ha sido cortado por todos los costados, Siria —como el Líbano— es una cazuela de sectas, cofradías religiosas e intereses tribales parroquiales, enemigos unos de otros y, peor aún, cada uno con su localización geográfica específica, que la hace una versión levantina de los Balcanes.

Siria es un país atiborrado de templos griegos, anfiteatros romanos, castillos de cruzados, e imponentes arquitecturas árabes antiguas. La urbe de Alepo al norte y a orillas del legendario río Eúfrates, es la Hal-pa-pa de los textos de Ebla que datan 5 000 años; es la segunda ciudad de Siria y una de las más viejas del planeta; destruida por los mongoles de Hulagú en el año 1260 y por Tamerlán, el cojo de hierro, en el año 1400. Con sus bazaares multinacionales (árabes, turcos, armenios, kurdos), Alepo es la entrada hacia la meseta turca de Anatolia, y conserva más vínculos históricos con el norte, Mosul y Bagdad (ambos ahora en Irak), que con el resto del territorio. En medio del país se halla el espacio musulmán sunnita de Hama, Homs y Damasco. La región austral está ocupada por la comunidad islámica de los drusos. Hacia el poniente montañoso, y contiguo al Líbano, está el núcleo de los alawitas, otra secta islámica que se haría del poder con Hafiz al-Assad y su actual heredero Bashir al-Assad.

Tanto los drusos como los alawitas (seguidores de Alí) son los remanentes de una ola de shiísmo procedente de Persia y Mesopotamia que hace un milenio se esparció por sobre la Gran Siria. Pero los alawitas, el 12% de la población, practican una versión desteñida del shiísmo, con afinidades peligrosas al paganismo fenicio y al cristianismo (navidades, domingo de ramos, pan y vino en las ceremonias). Los alawitas se refugiaron en el secularismo turco y la sombrilla preventiva que ofrecía el multietnicismo de la Gran Siria para escudarse del fundamentalismo de los islámicos sunnitas. De la minoría alawita —y de los drusos—, reclutaban fusileros y burócratas tanto los otomanos como los franceses, granjeándose el rencor, que aún perdura, de los árabes de Damasco.

Los alawitas abrazaron el baasismo, un corpus doctrinario inspirado por el nacional-socialismo alemán de la década 1930, que cobró ímpetu entre los árabes de Damasco, Bagdad, Beirut y Palestina. El baasismo concluyó como una pose intelectual que infló el racismo a los árabes sunnitas contra los cristianos y judíos y que parió los regímenes dictatoriales en Siria e Irak, e influyó en los militares egipcios que derrocaron al rey Farouk, y en los oficiales yemenitas que establecieron la república de Sanaá en los años 60.

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