Lunes, 25 marzo 2002 Año III. Edición 329 IMAGENES PORTADA
Desde...
La Habana: la ciudad ideal

por RAFAEL ALCIDES  

Los que parten opinan, tal vez por falta de mundo, que La Habana es un infierno. En cambio, acaudalados hombres de mundo, con toda la autoridad que da haber hecho un gran capital a partir de cero, opinan que La Habana es la ciudad ideal y el sitio más seguro del orbe. Es el caso de un español que conocí por accidente el otro día.

El padre de la muchacha con que acompaña aquí su soledad y la nostalgia de estar separado de su familia —una trigueña monumental, treinta años más joven que él—, piensa de otro modo. Según ese suegro honorario, en tiempos de Batista y antes de Machado, cuando amanecían muertos en la calle, nadie vio en La Habana una cerca peerles, y menos de casi dos metros de altura, y menos aún con planchas metálicas detrás ni rejas en los balcones, como ha venido ocurriendo a partir de la aparición del "hombre nuevo". O sea —me confesaba el español—, que ese suegro falto de mundo no acertaba a comprender que estas fortificaciones domésticas, que se extienden por la ciudad como una telaraña infinita y que en otro país no permitirían las ordenanzas municipales, eran parte fundamental de la seguridad que había hecho famosa la capital cubana entre los hombres de negocios. Complementándola, el perro. El poderoso perro suelto en el jardín que en otros países o le cortas las cuerdas vocales o no consigues tenerlo, y que en Cuba, en cambio, puede estar ladrando todo el santo día y toda la madrugada sin que a nadie, vecino ni policía, le moleste, y si molesta, se cuidan mucho de llamarte la atención.

Pero había más. Él, que visita mensualmente Madrid durante una semana, se pasa luego aquí el resto del mes temiendo por su señora y sus hijos, expuestos allá al peligro de las drogas en la escuela, a la posibilidad del secuestro —que de todo hay en ese mundo del capitalismo del cual la gente común sólo elogia la libertad—, al peligro de la bomba de ETA, que en cualquier parte y a cualquier hora puede estallar. No era todo. En España y en todos los países del primer mundo, tampoco dejaba dormir al inversionista el temor de la huelga posible, el temor a la quiebra, a la competencia, a esas gentes tremendas de los sindicatos, con cara de enemigos, que tanto daño suelen ocasionar, males todos ellos desconocidos en Cuba.

Y volviendo al tema de aquél que parte, del viajero cubano que huye, ese individuo falto de mundo por el que había empezado la conversación, en Madrid ese ingenuo, suponiendo que fuera médico, digamos, o ingeniero de rango, con dos mil dólares viviría una vida mediocre. En cambio él, su muchacha y su suegro, que es el dueño de la casa, aquí con mil dólares al mes viven como príncipes. Y cuando le da por ir de copas y todo lo demás con una jovencita, además de poder disfrutar de una conversación de nivel con ella por ser universitaria, o cuando menos tener un bachillerato, con cuarenta o cincuenta dólares, invitación a comer y habitación por ahí, en casa de algún particular incluida, quedaba todo resuelto, y sin exponerse mayormente al peligro del SIDA, ya que en eso había que elogiar también las precauciones y cuidados tenidos por el Gobierno cubano. ¿Podría decir lo mismo el médico que llegó de balsero a La Florida o el que se quedó en Madrid o el que concursó en el Bombo sin ponerse a medir las consecuencias? Esto sin contar, continuaba mi mundano empresario, que La Habana, a pesar de su aspecto de ruina de los tiempos romanos, sigue teniendo un encanto muy especial, y que hay pocas mujeres, pocas, muy pocas, tan sugestivas, tan sensuales, tan dignas de que se llore por ellas junto a una botella toda una noche, y aun todo un año, como las cubanas. "Todo esto, naturalmente —concluyó a la carrera, porque acababa de ser capturado por una mulatica recién llegada a la fiesta—, contribuye a esa seguridad que si en lo material es grande, en lo espiritual no se queda atrás, cuando se vive entre vosotros. Otra cosa, aquí el inspector del fisco no os molesta".

En fin, que el cubano que huye dirá lo que quiera, pero en un mundo de opiniones hay que tener en cuenta también el modo de pensar de los otros.


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