Lunes, 11 febrero 2002 Año III. Edición 299 IMAGENES PORTADA
Desde...
Extremadura: Augusta Emérita

Un viaje de Roma a la Mérida española.
por JESúS DíAZ  
Mérida
Teatro romano de Mérida

Los americanos solemos visitar Extremadura en busca del rastro de los conquistadores y yo lo había ido encontrando sobre todo en ciertas palabras. Guadalupe, por ejemplo, para mí tan absolutamente mexicana, nos había llegado de allí. De allí nos llegó también Trujillo, tan tristemente dominicana. Y Mérida. Esa palabra, ese espíritu, había anidado en una ciudad de Yucatán, México, pero yo la asociaba sobre todo a la Mérida venezolana, levantada por extremeños junto a las nubes, en plena cordillera de los Andes.

De modo que empecé a desandar las calles de la Mérida extremeña buscando diferencias con la ciudad venezolana donde tanto me divertí en mi juventud, cuando la visité para asistir a un festival de cine. A bote pronto conseguí anotar dos. Primera, la Mérida venezolana es andina, pero al menos en mi memoria suena a sones del Caribe, mientras que la extremeña suena de un modo, digamos, menos vivo. Segunda, el escenario de la de aquí es una planicie, mientras que el de la de allá es un gigantesco anfiteatro natural en medio de montañas.

Conseguí también anotar una conmovedora semejanza, el habla. Los extremeños hablan un español suave, cariñoso, dulce, en el que a mi entender se encuentra el origen de los modos americanos de hablar nuestra lengua común, tan distintos, por cierto, de la dureza del habla de Castilla.

Iba pensando en eso mientras caminaba por una humilde callecita llamada de Los Maestros, que muy bien hubiera podido estar en la Mérida venezolana de mi memoria, cuando de pronto di con una enorme columnata romana de bases áticas, fustes acanalados y capiteles de orden corintio que jamás hubiera podido encontrar en América. Era el así llamado Templo de Diana, uno de los orgullos de Augusta Emérita, capital de la provincia romana de Lusitania.

A partir de entonces empecé a viajar en el tiempo, a seguir las huellas que romanos, visigodos, árabes y cristianos han ido dejando en Extremadura y que tienen, entre otras virtudes, la de probar la fugacidad de nuestro tránsito, el patetismo de la soberbia de nuestra civilización.

Así como en Granada la cima de esa fuga de culturas corresponde a los árabes, en Mérida ese mérito es de Roma. Y para comprobarlo basta con visitar el Museo de Arte Romano, obra de Rafael Moneo, un edificio extraordinariamente bien concebido, donde el presente está a la altura del pasado.

Hubo en Augusta Emérita pan y circo —como hay ahora televisión y fútbol—, y pese a todo conmueve asistir a los escenarios de esas justas. El Anfiteatro, donde luchaban gladiadores y animales; y el Circo propiamente dicho, que tenía capacidad para 30 000 espectadores, y donde se desarrollaban las carreras de carros tirados por caballos, verdadera Fórmula 1 de la época.

Pero en Augusta Emérita hubo también teatro, un espacio público imprescindible en las ciudades griegas y poco común en los enclaves romanos. La útil guía gratuita Mérida, patrimonio de la humanidad, hace constar, refiriéndose al Teatro: "Estos edificios, construidos por intereses políticos, no responden a los gustos del público que decantó sus preferencias por los espectáculos de circo y anfiteatro". Nada nuevo, diríamos hoy. La guía añade: "Desde el teatro, la autoridad realiza una eficiente propaganda de ella misma y del modo de vida romano, tanto a través del propio edificio —grandiosidad de su obra, epígrafes e iconografía—, como por los mensajes que desde su escenario se pueden trasmitir". Nada nuevo tampoco.

Pero por suerte ahí está el Teatro, "Príncipe de los monumentos emeritenses", según Menéndez Pidal, arquitecto que dirigió su restauración desde 1964. El resultado que se ofrece a la vista del viajero: graderío (cavea); coro (orchestra) y, sobre todo, escenario (pulpitum), es simplemente extraordinario. Desde mi punto de vista resulta superior, incluso, al famoso teatro griego de Taormina, en Sicilia. Y como aquél, el de Augusta Emérita está vivo, es la sede del Festival de Teatro Clásico, al que me propongo asistir para disfrutar de una paradoja, la fugacidad y la permanencia de nuestras representaciones, de nuestros anhelos.

Abandoné Extremadura enamorado, con una última reflexión, la monumentalidad de la Mérida venezolana está dada por la geografía; la de Augusta Emérita, en cambio, proviene de la historia.


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