Lunes, 11 febrero 2002 Año III. Edición 299 IMAGENES PORTADA
Desde...
Nueva York: la secuela del terror

La ciudad-símbolo se recupera, aún tocada por el recuerdo de un día y los nombres, rostros y semblanzas de sus muertos.
por VICENTE ECHERRI Parte 1 / 2
N.Y.
Gran Estación Central de Nueva York. Exhibición sobre
el 11 de septiembre

El lunes 7 de enero, bajo una tenue nevada, entraba en la bahía de Nueva York, por primera vez desde los sucesos del 11 de septiembre, el trasatlántico Queen Elizabeth 2, el buque insignia de la Cunnard Line y el que, a pesar de los enormes y lujosos barcos dedicados al turismo marítimo, sigue siendo considerado como el primero de su clase en el mundo. Ese mismo día, Michael R. Bloomberg, el nuevo alcalde de la ciudad, reabría oficialmente el hotel Marriot del Centro Financiero, cerrado desde el atentado que derribó las Torres Gemelas. Pocos días después, hacia el fin de semana, la prensa anunciaba que el Jardín de Invierno —un pabellón, mezcla de galería, invernadero, anfiteatro y café, naturalmente iluminado por una altísima vidriera abovedada— estaría enteramente restaurado para el mes de septiembre. Por milagro este hermoso edificio, que servía de pórtico al Centro Mundial del Comercio cuando se llegaba por el río, no presentaba fallas estructurales, pese a los estragos visibles que sufrió el día del atentado.

Estos eventos —la entrada del trasatlántico, la reapertura del hotel, el anuncio de que restaurarán el Winter Garden— eran los signos más visibles de un espíritu de recuperación que los neoyorquinos se han esforzado en cultivar luego de una catástrofe, material y moral, que no tenía precedentes en la historia de la ciudad. En respuesta a ese esfuerzo, los turistas han vuelto, y con ellos la animación de restaurantes, hoteles y teatros. Para las últimas funciones de Hedda Gabler ya no había asientos disponibles esta semana.

Sin embargo, sería frívolo afirmar que los neoyorquinos y los que vivimos en la periferia de la ciudad hemos superado el trauma que nos infligiera el derrumbe de las torres y el clima de horror, incredulidad, incertidumbre, consternación y cólera que nos dejara el mayor atentado terrorista de la historia de Estados Unidos (y tal vez de todo el mundo) y en cuya atmósfera (literalmente) hemos vivido durante varios meses. La súbita desaparición de uno de los edificios emblemáticos de Nueva York y la muerte violenta de tres millares de personas han dejado un vacío físico (el que constato a diario desde la otra orilla del Hudson) y moral. A pesar de la aparente alegría con que casi todos por aquí celebramos la Navidad y recibimos el año nuevo, lo cierto es que somos una población mutilada: todos, en alguna parte de nuestra psique, tenemos el mismo agujero, la misma grieta de la que no cesan de remover escombros, humeantes hasta hace pocos días.

Aquel día

La mañana del 11 de septiembre me encontró, como tantas veces, frente a la computadora: aprovechando la tranquilidad de la noche, había seguido trabajando sin percatarme del amanecer. Tomaba una taza de café cuando sonó el teléfono. Una amiga, ex bailarina del ballet de Cuba (quien, por haberse mudado hacía poco, no tenía todavía instalado el cable de la televisión), me pedía que mirara los noticieros y le dijera qué estaba ocurriendo en las Torres Gemelas. Su mamá, desde la Florida, la acaba de llamar con la noticia y ella estaba desesperada por saber. Por un momento pensé que su madre tal vez había oído de pasada alguna mención al atentado de 1993 y había pensado que era cosa de ahora. Le expuse a esta amiga mi teoría para tranquilizarla. A lo que ella me respondió con alguna vehemencia: "Mi madre no está loca. Dime qué está pasando".

Cuando encendí el televisor, pensé que estaba viendo la escena de una de esas películas sensacionalistas a las que Hollywood nos tiene acostumbrados. Para entonces, ya el segundo avión había chocado contra la torre sur y los edificios parecían dos gigantescas chimeneas. Algunas tomas cercanas dejaban ver gente en la torre norte que había roto los vidrios y agitaba lo que, de lejos, parecía prendas de ropa. En ese momento algunos comenzaron a lanzarse al vacío. Aunque uno podía imaginar que caían profiriendo gritos espeluznantes, el fragor del incendio y de las estructuras despedazándose, así como el vocerío de los policías, bomberos y fugitivos en primer plano, ahogaba todos los otros ruidos, convirtiendo a los que se lanzaban en una suerte de grotescos acróbatas del cine mudo. En eso llamaron a la puerta.

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