Miércoles, 20 febrero 2002 Año III. Edición 306 IMAGENES PORTADA
Los libros
La luna nona

por C. E. D.  
Portada

Creador de una excelente y original obra plástica, Ramón Alejandro ha tenido siempre una estrecha vinculación con la literatura, lo que le llevó a crear, en 1997, las Ediciones Deleatur. Aquí cuenta cómo el descubrimiento en París de La luna nona, diez años atrás, lo llevó de nuevo al mundo de su infancia, que tan fielmente aparece recreado por Novás Calvo.

Una experiencia difícil de repetir

Uno de los temas más evasivos —entre los muchos asuntos difíciles de discernir que me han preocupado a lo largo de una vida de constantes perplejidades contemplativas y de desplazamientos a través de una gran variedad de países— ha sido el del Genio del Lugar. ¿Qué es lo que hace que cada sitio del planeta tenga un carácter particular claramente definido?

Otro misterio simétrico lo acompaña: ¿Qué hace que cada instante en el progresivo devenir del tiempo tenga su propio e irrepetible carácter? Una solución elegante al dilema se impone desde el principio: ambos misterios tienen un origen mutuamente dependiente, son dos manifestaciones diferentes de una misma entidad, de la cual son como las dos caras de una misma moneda. Una misma causa o razón de ser engendra ambos fenómenos. El tiempo y el espacio se reflejan mutuamente y ambos dan testimonio del insondable misterio del Ser.

Leyendo La luna nona de Lino Novás Calvo, hace diez años en París, me sumergí inconscientemente en la atmósfera de La Víbora de los años cuarenta, cuando durante mi infancia escuchaba las mismas quejas angustiosas, sentía las mismas tensiones entre fuertes y débiles, machos y hembras, abandonados y protegidos por la ley, a las que el autor se refiere. El espacio rural transformándose en suburbano englobaba también a los chinos en sus extraños terrenos inundados con perros lampiños, más allá de las ruinas de las instalaciones de la American Steel. Los mismos traspatios encimándose en los conucos remanentes y el trasiego, entre los diversos grados de urbanización y campiña, de guajiros, pequeños burgueses y gentes caídas a la cuneta de alguna carretera social, marginados entre guardarrayas desdibujadas y muritos de mampostería de endeble fabricación, con repello de cemento leproso. El cruce del caballo y la ambulancia que llega tarde. El abuso consentido de los menores y los gritos de la entenada indefensa ante su padrastro, a través de la rapiña del espacio compartido a la fuerza. El niño que se desgañita llorando hasta la asfixia mientras la madre se ocupa de otra cosa. Aquel otro al que pican sin piedad las hormigas coloradas mientras la manejadora se da "un mate" con el novio guagüero. El acecho constante del varón en celo para ejercer su derecho de pernada democráticamente generalizado por las costumbres republicanas. La tos de la tuberculosa de los bajos de mi casa en las madrugadas insomnes. Todo se me confundió, enmarañándoseme con la lectura del drama de Claudio Canadio. Reconocí en la manera diagonal de entrelazar los espacios subdivididos, la compartimentación jerárquica de lo que es de uno y de lo que es del otro, y el quién es uno y quién es el otro, según la ley del más fuerte que prevalecía en la repartición bestial de los respectivos territorios. El enfrentamiento del chino que acaba de cortar el racimo de plátano que pende fuera de la propiedad y la fluidez del derecho de propiedad ante el fulgor de un machete. La transparencia del espacio que rodea al cadáver producto de la anónima violencia de las costumbres. La inconsciencia de los pobladores de mi barrio de entonces ante los efectos inevitables de las causas que generaban naturalmente a cada uno de sus pasos, sumidos en la densidad del deseo inmediato que los cegaba. Los elementos de tantas tragedias simultáneas levantando el corpulento andamiaje de la tragedia colectiva que se nos venía encima.

Y en vez de sentir desapego por tanta miseria aparentemente dejada atrás, ya pasada, sentí deseos quizá perversos de volver a ella. Eran los años de la debacle del socialismo real en Europa, y creí entonces en la ilusoria posibilidad de volver a aquella Víbora de mi primera juventud. Engañado por los hábiles, sabios y poderosos Genios del Lugar y del Instante, llegué a pensar que el momento había por fin llegado. A medio siglo de distancia aún sigo viviendo bajo su influjo. Aún soy víctima de sus espejismos.

Hay obras fáciles de consumir, son comparables al popular plátano que se pela y come con facilidad. Hay otras que son como la granada, que requiere una atención mayor para desgranar cada una de sus translúcidas pepitas, pero cuyo zumo se recordará siempre como una experiencia difícil de repetir. La obra de Lino Novás Calvo es de éstas últimas. Se le puede añadir el encanto que confiere a un escritor de tanto talento el haber abandonado la escritura como algo que no mereciera tanto esfuerzo, al no lograr ganarse la vida con su ejercicio y tener que contentarse con la vanidad de ser pagado con elogios de la crítica y la admiración de algunos amigos. Hay un dandismo irreverente que me seduce enormemente en su altanero desprecio a algo que tanto admiro.


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