Viernes, 19 julio 2002 Año III. Edición 413 IMAGENES PORTADA
El criticón
Pensar en Cuba

Una reflexión desde y en torno a 'Contra el sacrificio, del camarada al buen vecino', estudio de Emilio Ichikawa que recién publicara Ediciones Universal.
por VICENTE ECHERRI, Nueva York Parte 1 / 2
Portada

Fue el recién fallecido Jesús Díaz quien primero me habló de Emilio Ichikawa, por el tiempo en que éste publicaba su primer trabajo en Encuentro y aún vivía y enseñaba en La Habana. Confieso que ese apellido, tan japonés, me hizo imaginar, gratuitamente, a un tipo ascético y grave, practicante de las artes marciales y de la meditación zen, que encontraba en la disciplina mental de sus antepasados orientales un asidero para enfrentarse al castrismo del período especial. Era un estereotipo que me gustaba, por desafiante, por exótico (si yo mismo, sin una gota de sangre inglesa, había inventado la Sociedad de Amigos de Gran Bretaña en la Cuba de los años 60, ¿cómo no podría un japonés certificado, o al menos un auténtico pichón de japonés, labrarse un nicho de extranjería en la Cuba de los 90?).

Pero Emilio Ichikawa no respondía para nada a los supuestos de mi imaginación: no era asceta, no era grave y no era casi nada japonés. En verdad Cuba, lo cubano —como ambiente territorial, como fiesta de los sentidos, como expresión verbal, como experiencia gozada y padecida, como agónica reflexión—, era todo el ámbito de su vida, una insularidad que, opuesta a esa otra de donde alguna vez emigrara su padre, parecería predestinada a la decadencia: una tierra donde el sol se ponía.

Atrapado en esa realidad, que se fue enrareciendo y emponzoñando según el experimento castrista se afincaba y se hacía orgánico (del modo en que lo hace una entidad parásita o una siniestra enfermedad) en la vida cubana, Emilio Ichikawa, con una curiosidad —llamémosle innata— por el conocimiento, se esforzaba en entenderla partiendo de los supuestos que le daban, de las herramientas de que disponía; intentaba conciliar su experiencia del mundo con las exigencias de la razón. No es de extrañar su entusiasmo y su temprana vocación por la filosofía.

Contra el sacrificio, del camarada al buen vecino es, de alguna manera, la destilación última —o penúltima, aclararía él— de esa sociedad enferma que se le impone por todas partes y de la cual no puede ni quiere evadirse, y a la cual, por el contrario, se empeña en enfrentar, en dilucidar, para sosiego de su entendimiento, con la misma pasión y por la misma razón con que Edipo se empeña en descifrar los enigmas de la Esfinge: porque la vida le va en ello. Este es un libro, en consecuencia, que sigue los rumbos de este duelo vital, de esta indagación torturada que se nos presenta como una suerte de jornada, de ruta, con sus correspondientes atajos, trampas y planos superpuestos, sin que lleguen a constituir un laberinto. Se trata, a mi ver, de un juego (ya hemos dicho que el autor no es grave), pero un juego en el sentido más serio del término; de una atrevida metáfora, de una provocación y de una autopsia, todo en un uno. Intentaré ser más explícito.

La decadencia de la sociedad cubana actual es ya un lugar común, resulta escandalosamente obvia, se muestra en las casas desportilladas y en el desplome de la moral pública, en el acomodo de todo un pueblo a las condiciones de una vida degradada, a su pacto permanente con lo que bien se llama la "cultura de la miseria"; una sociedad donde la corrupción se manifiesta en todas sus variaciones y agrede todos los estamentos. Sin embargo, este miasma, este gigantesco pantano, no es estéril; es también un cultivo de fermentos, de ideas. En opinión del autor, se trata de una sociedad donde han declinado ciertos valores o ciertos discursos que, en nuestro contexto particular, alguien podría atreverse a llamar "clásicos", para dar paso a una etapa de descomposición donde se ven suplantados por otros valores. Es en este punto de la reflexión que el autor nos propone su metáfora, o tal vez un paralelismo metafórico en el que, con inaudito descaro, compara el hundimiento de la Cuba actual con el Mediterráneo de la época helenística —esos tres siglos que median entre Alejandro y César—; las actitudes básicas del cubano de hoy, reducidas a un credo de tres erres (reír, rezar y remar), le sirven para sustentar la presencia —aunque sea en el plano de los valores prácticos— de las tres corrientes de pensamiento que sobresalieron en esos trescientos y tantos años que anteceden a Cristo: el epicureismo, el estoicismo y el escepticismo.

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