Las cartas de Teo |
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por RAúL RIVERO, La Habana |
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Hay una forma especial del olvido que se administra sólo a los suicidas. Es una desmemoria encarnizada. Debe ser que al miedo natural a la muerte agregamos el desconcierto, el pavor, la fascinación que provoca quien la llama.
Mi primo Héctor, sin embargo, me convida cada 28 de diciembre al mostrador de la cantina municipal donde se destrozó la aorta de un balazo, acosado por alcoholes y culpas.
Diego del Rosario, un amigo querido de la primera juventud, pasa una vez al año por mis sueños y lleva siempre en la mano derecha el Colt que disparó contra su cabeza de poeta.
Con menos frecuencia, difusa, sin cara a estas alturas, desciende todavía envuelta en fuego desde el segundo piso, la señora Francisca porque perdió el amor.
Más allá de esos asaltos, en otra distancia sin determinar, moran los escritores y poetas que se suicidaron. Difíciles, misteriosos, oscuros y embozados.
Ellos hicieron enterrar su carne y, al mismo tiempo, sepultaron vidas, emociones, advertencias, fiebres y agonías.
Cuando se lanzaron a un río o saltaron por la ventana. Cuando se apuntaron al pecho o a la sien con el círculo negro del cañón de un revólver o se tomaron un pomo de barbitúricos y otros venenos. Cuando se alzaron con una soga en un árbol o en una viga, exterminaban mundos y pueblos.
¿El suicidio de Raúl Hernández Novás apagó sólo la existencia de Raúl Hernández Novás?
La muerte es una máquina devastadora. Nos arrebata de pronto la presencia de alguien cálido y cercano. Querido y admirado a lo lejos y nos priva de la maravillosa ilusión que se vive en las constelaciones verídicas de la creación.
La nómina negra no se detiene. En Cuba, en los últimos tiempos, por lo menos otros dos escritores eligieron el suicidio.
Así se fue también —en la plenitud de su fuerza y su talento— Ángel Escobar. Poderoso en la prosa y en la poesía. Diverso, hondo, vecino del delirio.
Teo Espinosa se marchó silencioso y conspicuo. Dormido entre sus libros de consultas, solitario, minucioso como era en vida con sus cuentos y con los textos que se le llevaban a revisar.
Ya eso lo vio Teo, decía uno, y el sujeto devolvía enseguida el original.
No hay nadie más que recordar por el momento. Aquí comienza otra vez el olvido.
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