La soledad de las multitudes |
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Oro parece, plata no es: entre la desidia, la necesidad y la doble moral. |
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por RICARDO GONZáLEZ ALFONSO |
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Cuba es el archipiélago de las apariencias. Lo que se ve no existe del todo. Lo que se escucha, pasado un tiempo nunca se dijo. Y el más aplaudido es probablemente el repudiado con mayor fervor.
Si por un acto mágico de honestidad criolla, los falsos manifestantes progubernamentales se transformaran en seres invisibles, esas multitudes de travestidos ideológicos —con banderitas y consignas incluidas— se tornarían individuos aislados, cuando más.
Desaparecerían, por ejemplo, quienes esperan el resultado del sorteo de visas para emigrar al odiado imperialismo. Se evaporarían esos amables anfitriones familiares con visas y pasaportes yanqui, quienes critican al régimen en voz baja, muy baja, claro está.
Dejaríamos de ver a los entusiastas ciudadanos que en la tribunas abiertas improvisan arengas, y que en sus respectivas barriadas son vendedores o compradores furtivos, protagonistas de un mercado oscuro y espontáneo que erosiona la economía planificada por el Estado.
Se desintegrarían los desertores potenciales, los empleados que simulan sus criterios políticos por recibir como estímulo una jabita con detergente y aceite sin colesterol, los fieles oyentes de las emisoras enemigas y así sucesivamente, hasta que se desvanezca hasta la última pañoleta pioneril de los descendientes de los ya desaparecidos.
Pero la magia de la honestidad no existe en estas islas del abracadabra. El único hechizo que persiste es el de la televisión y un proverbio chino sentencia: "una imagen vale más que mil palabras". De modo que el ardid totalitarista de reunir rebaños humanos causa efecto, aunque tiene un defecto.
Como dijera Abrahan Lincoln: "Se puede engañar a una parte del pueblo todo el tiempo; o engañar a todo el pueblo una parte del tiempo. Pero no se puede engañar todo el tiempo a todo el pueblo".
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