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Carta a la Calabacita

por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona Parte 1 / 4

Volada y sapeadora Calabacita:

Es terrible, horroroso, ya ni los niños se salvan. Yo me alegro de que aterrizaras tarde, con el cabezón, el peinado de la Mireille Mathieu tirando a ensalada de lechugas, y los costurones a la vista, arrastrando la almohadita, porque así le pude pellizcar un poco más de tiempo a la vida, en lo que mi vieja se daba cuenta de que era hora de cerrar la galera. Así y todo, marcaste a más de una generación a las ocho, y ocho y treinta de la noche, sin respetar sábados o domingos, mandando para el jergón a los pequeños de la casa. Estoy seguro que casi un 97 por ciento de los nacidos medio vivos entre 1978 y 1999 te odian profundamente, y si tuvieran a mano unas tijeras ahora mismo, sacarían con grandísimo gusto tu guata ideológica y la desparramarían antes de irse de pachanga hasta el amanecer.

Estoy seguro que, tras esa fachada bastante bobalicona de cuidar la salud mental de nuestros vástagos, había otra secreta intención. Nada de lo que sale en pantalla es así por pura diversión o libre albedrío, en un país donde los que mandan nos albedrían constantemente y juegan al billar con nuestras pelotas cerebrales. Vástago ver los sustantivos en la canción que cantabas, para adivinar todo el confucionismo de pijama y pantuflas que escondía tu orden perentoria de irse al tatami a hacerle llaves al sueño: libros, patio, caja, noche, niños, flor, cama y juguetes. Caja, patio y cama son reductos cerrados, potreros, celdas para celdos. Una parafernalia demasiado cómoda y familiar como para ser cierta. Luego llegó la perestroika, y la orden no pudo seguir siendo perentoria. La tiraron a la cuneta, como a un pérez cualquiera, otro pérez, pérezcedero, el ratoncito que hirvió buscando sospechosas capas de una cebolla inexistente. ¿Por qué buscar lo que no existe, si el horror es, por lo menos, algo palpable? Claro que la letra del tema tiene sus moñas raras, pasadas como de contrabando, de matute, por debajo de la funda, y había cierta avería en el juego, porque en un par de versos te llenas de moquillo y plumas, cuando de pegueta mencionabas a la gallina, los pollos y una lechuza que se mantenía flotando sobre el sueño de todos los infantes poco difuntos. Demasiada aviación, averigua por qué.

A mí me gustaría —soy muy puntilloso con las cosas que siempre me han gustavo— escribir aquí la letra entera de la cancioncilla con la que mandabas al tasajo a los diminutos de la choza, incluyendo abuelos que seguían pensando en el gobierno de Grau San Martín como alternativa perfecta, y que retirándose a tiempo evitaban una posible apoplejía, pues te seguía el noticiero, con la abundantísima cosecha de papas, anones, berenjenas, tablas de planchar, ajos, pepinos, faisanes, tilapias, cortadoras de caña, tibores esmaltados, pimientos, caimitos del guayabal, coladores, fronterizos guardafronteras, melones, atunes, truchas, mangos bizcochuelos, papel de cartucho, manatíes en salmuera, malangas amarillas, televisores ensamblearios, harinas con boniato y carnes para que reces. Me perdonarás que ponga un poco en solfa el contenido desde mi lejano sofá. Soy un sofista, un sefardí, un safeador designado, el sofro vengador jugando al sofbol, sofio zafio de mis sofios. Hela calvo aquí, aunque la iré interrumpiendo, a medida que avancen los bostezos por mi lenta talla, tipo lava deslavada, hasta que brote en despelote ese eructo silencioso y gigantesco con que soltabas el consabido: "Hasta mañanaaaaaaa", que ningún gendarme atisbó peligroso, y que sugería más o menos, traduciéndolo y trucidándolo con mi mala maña: "De aquí pa'llá no hay más pueblo", "Cierra la talanquera, Toribio", o, en lenguaje harinoso: "Se acabó el pan de piquitos". En lengua zulú de microbrigadas se diría: "Al carajo albañiles, que se acabó la mezcla".

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