| Santo Domingo: La semana no tuvo más de siete días |
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| Marta Valdés, Carlos Alberto Montaner, Carlos Varela... Días habaneros en la capital dominicana. |
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| por LUIS GONZáLEZ RUISáNCHEZ |
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No sólo el merengue es pródigo en Santo Domingo. A un tiro de piedra de la vecina Cuba, este país bachatero disfruta nuestras influencias como los vientos que desde el norte llegan a refrescar su eterno verano: una isla en la que el invierno es una metáfora obligada en los calendarios.
Enero fue un mes afortunado. El pasado martes 22, en la pequeña sala de Casa de Teatro —una institución que dirige el más insólito de los anfitriones dominicanos, Freddy Ginebra (nombre que siempre me evoca felicidad martiana y boleros en La Zorra y el Cuervo)—, cantó en son de descarga espiritual, suerte de autenticidad que padecemos todos, Marta Valdés. Fue una dosis de origen, un trago complacido y amargo a la vez, como lo es este exilio arraigado que soportamos. Marta cantó, acompañada de Carlos Luis Pérez, Palabras, y contó anécdotas sobre Ayda Diestro y José Antonio Rodríguez que nunca supe si significaron algo para los dominicanos que se aglomeraron en la salita de Casa de Teatro.
Lo que sí es seguro que para muchos de nosotros, los cubanos que fuimos allí, hubo esa comunicación extraña que se produce entre la nostalgia y la realidad, esa rara agonía complacida que salta en el píloro. Y recordé más que La Zorra y el Cuervo, recordé los conciertos de Marta en la sala Hubert de Blanck, en el Vedado habanero, y hasta la ronca nocturnidad de José Antonio en el Sherezada.
Marta guarda con una dignidad insoluble su filinesca vehemencia. Por eso coreamos Tú no sospechas a sabiendas de que pocos allí sospechaban cuánto dolor dulcísimo nos llenaba.
Pero la semana vino premiada. Dos días después, el jueves, el gigantesco salón del hotel Jaragua, el más lujoso de la capital dominicana, reunía a una multitud que escuchó, por más de dos horas, la presentación que hizo Carlos Alberto Montaner de su último libro, Las raíces torcidas de América Latina. Presentación elocuente y atrevida, porque no es fácil tener la insolencia de saltar por encima de nuestra hipocresía nacionalista, de esa suerte de envidia que marca a Latinoamérica toda.
En la puerta del hotel, sospechosos personajes repartían proclamas con citas de Montaner descontextualizadas, extraídas caprichosamente con la finalidad de sustentar una foto de Hitler de la que se derivaba la de Carlos Alberto. La poca importancia que se les dio fue más que suficiente para neutralizar a estos "Amigos de Cuba", dominicanos conocidos sobre todo por su afinidad al ron Barceló en un parque de la Zona Colonial, y por sus frecuentes viajes a Cuba al amparo de la atención oficial. La embajada cubana, que demora meses para renovarle el pasaporte a un nacional exiliado aquí, gasta sus dotes rojas en pagar impresiones de posters y volantes para desvirtuar sucesos como los del 24 de enero en el hotel Jaragua, cuando Montaner ofreció una conferencia de inusual ingenio.
El viernes y el sábado de esa misma semana, el trovador Carlos Varela presentaba su último disco, Nubes, en Casa de Teatro. Era como si de pronto La Habana real, aquella de corazones desinhibidos, se mostrara vaticinando lo que podría ser en la vecina Santo Domingo. Fue verdad, aunque ahora, mientras escribo, me cacheteo con afán de sonambulismo. Fue verdad. Los cubanos que sobrevivimos exiliados aquí, sentimos que la distancia no es tan lejana como la pintan: que algún día todo pudiera suceder.
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