| Un aplauso para Danilo |
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| Otro pelotero con sangre cubana accede a la antesala del venerable Templo de Cooperstown. |
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| por JORGE EBRO, Miami |
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Cooperstown. Nada perturba la letanía de este pequeño pueblo del norte de los Estados Unidos salvo la llegada de visitantes —casi peregrinos en busca del lugar sagrado— que se dirigen al edificio que guarda la historia y las reliquias de lo mejor de más de 150 años de béisbol: el Templo de la Fama.
Gracias a la fuerza del recuerdo, allí viven Babe Ruth, Ted Williams, Ty Cobb, Cy Young, Mickey Mantle, Sandy Koufax, Joe DiMaggio y Stan Musial, entre varias docenas de peloteros que fueron conformando con sus lanzamientos y batazos las leyendas que hacen del béisbol un deporte único.
Para orgullo de la mayor de las Antillas, dos de sus hijos tienen sus placas de bronce asentadas en las paredes de Cooperstown: Martín Dihigo y Atanasio Tany Pérez. El inmortal —el único con estancia en tres salones de la fama: Estados Unidos, México y Cuba— logró su entrada cuando fueron reconocidos los jugadores de las Ligas de Color, y Pérez se abrió el camino gracias a sus formidables años con la Gran Maquinaria Roja de Cincinnati.
Ahora, otro jugador con sangre cubana está en la antesala del venerable salón. Danilo Danny Tartabull ha sido escogido entre el grupo de ex peloteros que serán sometidos al escrutinio de la Asociación de Escritores de Béisbol de Estados Unidos, encargada de seleccionar a aquellos cuyos nombres serán recordados por siempre.
Tartabull nació en Puerto Rico el 30 de octubre de 1962, porque su padre José —otro excelente jugador de Grandes Ligas, este sí cubano completo— se encontraba participando en el torneo invernal de la Isla del Encanto, pero a los pocos meses fue llevado a Miami, donde creció y se formó como atleta.
Durante 14 años en las Grandes Ligas jugando para los Marineros de Seattle, los Reales de Kansas City, los Yankees de Nueva York y los Atléticos de Oakland, los Medias Blancas de Chicago y los Filis de Filadelfia, Tartabull conquistó fama de temido bateador a mediados de los ochenta y principios de los noventa.
Sus números son impresionantes, con casi 300 jonrones y cerca de mil carreras impulsadas, además de un promedio de bateo de por vida de 273. Quién sabe a dónde hubiera llegado si las lesiones no hubieran atenazado su carrera de manera tan seguida.
Tartabull descollaba por su juego fuerte y la manera de pegarle a la bola, aunque en verdad se ponchaba con cierta frecuencia. Su presencia no pasaba inadvertida en cualquier clubhouse y no por gusto en 1992 se convirtió en uno de los cinco jugadores mejor pagados de las Grandes Ligas, cuando los Yankees le extendieron un contrato por 25.5 millones de dólares y cinco temporadas.
Méritos no le faltan a Tartabull para intentar el asalto al templo, pero la competencia no ha hecho sino empezar y junto a su grupo se encuentran varios peloteros con iguales o mejores números que él. Por ejemplo, el formidable lanzador mexicano Fernando Valenzuela.
La Asociación de Escritores, que deberá emitir sus votos antes que finalice el mes de diciembre, prefiere resaltar los logros de una carrera prolongada por encima de una temporada inolvidable. De modo que mucho habrá para sopesar y medir en estos días, antes de dar un veredicto.
De cualquier modo, Tartabull tendrá otras oportunidades para seguir aspirando al Salón de la Fama. Si no sale en la primera ocasión, podría hacerlo en una segunda o tercera en los próximos años. El solo hecho de que hayan pensado en él es más que suficiente, y dice bastante de la clase de pelotero que fue.
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