Lunes, 16 diciembre 2002 Año III. Edición 516 IMAGENES PORTADA
Con ojos de lector
Una Isla dentro de una Isla: la imagen íntegra de Dulce María Loynaz

por CARLOS ESPINOSA DOMíNGUEZ, Miami Parte 1 / 3
La Habana

Hace cinco años, las fundaciones Jorge Guillén (Valladolid) y Hermanos Loynaz (Pinar del Río) coeditaron un volumen, Cartas que no se extraviaron, que vio la luz en España. Es un libro cuya circulación ha sido más bien escasa y que, por eso, muchos no conocen, pero que constituye un valioso testimonio para conocer mejor a esta relevante escritora, cuyo centenario celebramos este mes.

El libro recoge una muestra del epistolario de la autora de Jardín. Tiene un primer bloque donde se reproducen cartas fechadas entre 1932 y 1942, que Dulce María dirigió, entre otros, a escritores como Carmen Conde, José María Chacón y Calvo, Virgilio Piñera, Gabriela Mistral, Juan Ramón Jiménez y Emilio Ballagas. La sección más interesante y la que ocupa más espacio (ciento cinco de las ciento noventa y siete páginas que tiene el volumen) es, sin embargo, la segunda, integrada por las cuarenta y siete cartas que envió, entre 1971 y 1991, al periodista y escritor Aldo Martínez Malo. Una cifra que viene a ser un simple botón de muestra —así apunta el destinatario en la introducción— de las más de mil que la escritora le envió. En todo caso, son suficientes para reconstruir el itinerario de la hermosa y limpia amistad que se estableció entre Dulce María y aquel joven admirador pinareño, que se iba a convertir en el más celoso custodio de su legado literario.

En la primera carta, Dulce María se admira de que Martínez Malo conozca toda su obra, a excepción de Últimos días de una casa. Aunque entonces, por razones lógicas, no le da más explicaciones, las causas de su asombro son obvias: hacía trece años que nada suyo se publicaba en la Isla, y aún tendrían que pasar trece más para que ese olvido de las editoriales finalizara. Se refiere, no obstante, a lo mucho que para ella pesan ya los años, más pesados que "el cortejo de penas y fatigas que han venido siguiéndonos". A ello opone, sin embargo, la satisfacción por lo que alcanzó a hacer: "Desde luego, está la obra y eso no me lo puede quitar nadie. Aunque quisieran. Contra ella nada pueden ni los años ni los hombres que tanto han podido contra mí". A medida que va ganándose su confianza y su aprecio, Martínez Malo la convence para que colabore con él en el proyecto de escribir un libro sobre ella, pese a que entonces las posibilidades de que se pudiera publicar en Cuba eran remotísimas. Así, en 1975 Dulce María le apunta: "Sea como usted quiera. Escriba la biografía de una poetisa olvidada. Sólo pongo una condición: que lleve ese título".

Conviene detenernos en las causas que motivaron el largo ostracismo que sufrió Dulce María en esa nueva realidad que la rechazó, pero que no logró excluirla de un ámbito cultural y vital del que, por derecho y méritos propios, ella formaba parte. En una sociedad donde el arte y la cultura habían pasado a ser "un arma al servicio de la revolución", no había espacio para una obra que para Cintio Vitier está "sostenida en su trémula delicadeza y en sus puras inflexiones líricas". En realidad, tanto Dulce María como su obra eran inofensivas para la revolución, pero desafortunadamente a los funcionarios y comisarios les tomó muchos años llegar a comprenderlo. Hay quienes sostienen que la marginación a la que fue confinada la escritora se debió a la intervención personal de Nicolás Guillén. Sea cierto o no, en una carta de 1981 Dulce María cuenta a Martínez Malo un incidente que la llevó a enfrentarse con el entonces presidente de la UNEAC. Año y pico antes, la revista Bohemia publicó una entrevista con Dámaso Alonso hecha por Guillén. Allí, a una pregunta del poeta español, éste le contesta que la Academia Cubana de la Lengua era ya como si no existiera, pues a la caída de la dictadura de Batista, sus miembros se habían puesto en fuga, etcétera. Para Dulce María, "esta ofensa gratuita hecha por alguien a quien nunca y en ninguna forma nosotros habíamos agraviado, pecaba además de injusta y mentirosa". Reconocía que algunos miembros de la Academia se marcharon del país, "no a la caída de la dictadura, pues no tenían ningún vínculo vergonzoso con ella, pero sí al cabo de algún tiempo por distintas razones, entre ellas, sin duda, la de no estar de acuerdo con el régimen imperante". Y argumentaba luego: "¿Cuántos que recibieron con palmas al nuevo caudillo no se marcharon después? ¿Cuántos que llegaron al Poder con sus huestes, lo abandonaron por la razón que fuese? ¿Cuántos lo siguen abandonando todavía?".

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