Lunes, 16 diciembre 2002 Año III. Edición 516 IMAGENES PORTADA
Con ojos de lector
Las miradas profundas de Antonio José Ponte

por CARLOS ESPINOSA DOMíNGUEZ, Miami  
Portada

Ha sido una feliz y acertada idea de la Editorial Verbum (Madrid) la de recuperar y reunir en un solo volumen dos textos de Antonio José Ponte (1964) hoy agotados: Un seguidor de Montaigne mira La Habana y Las comidas profundas, que en su momento publicaron las matanceras Ediciones Vigía (1985) y Editions Deleatur, de Angers (1997), respectivamente. Digo esto porque se trata de dos obras de originalísima factura, en las que su autor se acerca con talento y agudeza poco usuales a asuntos escasamente frecuentados por la literatura cubana que hoy se escribe.

He usado deliberadamente los términos un tanto vagos de textos y obras para referirme a esos dos libros, porque admiten mal el acomodo en cualquiera de los géneros tradicionales. Ponte prefiere mezclar con libertad elementos de unos y otros, y el resultado de esa especie de ajiaco literario son unos ensayos que son relatos que poseen las fulguraciones de la buena poesía. Recuerdo que en una entrevista la preguntaron a Virgilio Piñera cuál de los géneros que escribía (poesía, teatro, cuento, novela) le interesaba más, y él contestó que le gustaría confeccionar con los cuatro un plato supremo con el cual el lector se chuparía los dedos. Algo muy cercano a ese plato supremo es lo que consigue Ponte, quien, como el autor de La carne de René, se puede defender argumentando que no tiene la culpa de jugar a la vez en varias bases y hacerlo bien en todas.

Un seguidor de Montaigne... es una apropiación tanto vivencial como imaginativa de esa ciudad en donde el autor ubica su segundo nacimiento (el primero fue en Matanzas). En esas páginas hallamos un recorrido físico, pero también íntimo por La Habana, que de ese modo aparece como una Habana real y al mismo tiempo inventada o vista por los ojos de un escritor. Mejor dicho, de varias escritores, pues Ponte establece además un diálogo con otros poetas y novelistas cubanos que antes que él lo hicieron. La suya es así una Habana re-creada, evocada, interiorizada, que va de algún parque del Vedado, y de los rincones de su casa que no suele pisar, a esa otra novelizada y poetizada por Cirilo Villaverde, José Lezama Lima, Alejo Carpentier y Guillermo Cabrera Infante. Ponte, sin embargo, no olvida a quienes han levantado y habitan la capital. Por el contrario, afirma de modo categórico que "La Habana es los habaneros, que son el único lujo de esta ciudad más miserable cada día". Sus edificios valen así para él por lo que permiten sospechar de la vida humana que acontece en su interior, por el secreto (¿cuál?) que seguramente deben ocultar con mucho celo esos hombres y esas mujeres que viven hacia afuera, hacia la calle.

Ponte incorpora, además, otras reflexiones. Medita, por ejemplo, sobre la tristeza que da imaginar tantas personas que no conoceremos. O acerca del desasosiego por esos libros de su biblioteca ("no es muy grande, cabe toda en un mueble que tiene el tamaño de un órgano de iglesia") que, sin que exista una razón lógica, nunca leerá, ni siquiera hojeará. En Un seguidor de Montaigne... tenemos, pues, un libro de viajes que habla de alguien que mira La Habana al tiempo que la recorre; un ensayo literario y filosófico; un texto autobiográfico o testimonial, pues parte de su materia prima procede de recuerdos y vivencias; y que, finalmente, participa de la poesía, de la cual reivindica el yo lírico.

En su libro, Ponte emplea una escritura sosegada, pulida, que se expresa en voz baja, como quien no quisiera llamar la atención. Las citas y referencias culturales aparecen integradas de modo natural y orgánico, sin asomo alguno de pedantería o petulancia. Es admirable asimismo su poder de asociación, su capacidad de ir pasando de un detalle a otro con el que, aparentemente, no tiene nada que ver, para devolvernos al final al punto de partida. En ese sentido, sus textos pueden dar la engañosa impresión de estar deshilvanados, cuando lo cierto es que responden a una sólida coherencia y a una estructura muy bien pensada. Hay que destacar, por último, el gran mérito de un escritor que sabe decir tantas cosas hermosas y profundas en tan pocas páginas.

La imagen a partir de la cual se desarrolla el discurso de Las comidas profundas es muy cotidiana en la Cuba de hoy: el autor escribe apoyado sobre una mesa tan vacía como su estómago. El mantel de hule con que está cubierta reproduce frutas, carnes, bebidas: todo aquello que él no puede disfrutar. Recuerda entonces la expresión francesa "castillos en España", equivalente a la nuestra "hacer castillos en el aire", y la usa para ilustrar lo que significa escribir desde la escasez de la Isla sobre comidas. Reclama por eso la ayuda del espíritu de las viejas comidas, para emprender, a lo largo de treinta y tres páginas, una reflexión sobre los platos odiados en la infancia y paladeados luego, en la adultez, "con el fervor de los recién conversos"; sobre las relaciones entre comida y sexo ("comer y amar son formas del delirio"); sobre los ardides de la escasez; sobre los increíbles nombres con que popularmente se conocen en Cuba algunas bebidas (su fantasía lo lleva a buscar explicación al de Pyong Yang, dado al ron casero: "la ciudad más lejana es la que se atraviesa en medio de la borrachera").

Al igual que en Un seguidor de Montaigne..., en Las comidas profundas está presente la capacidad de Ponte para asociar hechos y figuras pertenecientes a ámbitos geográficos, culturales y cronológicos muy diferentes. Recuerda, por ejemplo, una historia contada por Apollinaire acerca del cocinero de una taberna londinense, quien se vio ante la difícil tarea de convertir un zapato femenino en un fantástico plato, que un admirador de la dama dueña del mismo devoró. Lo relaciona después con la noticia, divulgada hace unos años, sobre unos vendedores del mercado negro habanero que vendieron, como carne, unas frazadas de piso. Ambas son, para él, historias de sustituciones y de preparación culinaria concienzudas. Una verdadera joyita es el delicioso texto en donde comenta las recetas metafísicas del aliñado y el prú, dos bebidas tradicionales del oriente cubano. En ambas, anota Ponte, los orígenes se desdibujan, y por eso quien las toma "se labra una profundidad mesopotámica", busca regalarse con "el escalofrío de lo sin principio, de lo eterno". Lo que en otro escritor de menos talento no hubiese ido más allá del mero apunte costumbrista, da pie en esas páginas a meditaciones sagaces y sorprendentes.

En resumen, dos obras fascinantes e iluminadoras que dan la medida de la fértil imaginación, la amplia cultura, la inteligencia y la madurez de la escritura de Antonio José Ponte. Quienes transiten por sus páginas se verán recompensados con una de las experiencias más gratificantes y enriquecedoras que puede proporcionar hoy la literatura que escriben los cubanos.


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