Miércoles, 11 septiembre 2002 Año III. Edición 448 IMAGENES PORTADA
Con ojos de lector
Narraciones transgresoras

por CARLOS ESPINOSA DOMíNGUEZ, Miami Parte 1 / 2
Libros
Enrique Labrador Ruiz

Opacado por los centenarios de Nicolás Guillén y Dulce María Loynaz, que particularmente en Cuba se han celebrado con congresos y publicaciones, apenas se recordó que el pasado mes de mayo hubiese cumplido un siglo Enrique Labrador Ruiz (Sagua la Grande, 1902-Miami, 1991), otra figura relevante de nuestras letras. En la Isla por las razones ya conocidas: el autor de El pan de los muertos tuvo la osadía de desertar del paraíso. Y en el exilio, por algo que también ya se sabe: porque la cultura, como dijo Roa Bastos respecto a su país, tiene el mismo valor que una cagada de mosca.

Pero no nos engañemos: el reconocimiento del valor que la obra de Labrador Ruiz tiene en el panorama de la narrativa moderna de Cuba y Latinoamérica es una de las asignaturas pendientes de críticos e investigadores. A pesar del admirable empeño con que Alberto Baeza Flores, Salvador Bueno, Reinaldo Sánchez, Juana Rosa Pita, Rita Molinero, Julio Febres Cordero y Elio Alba Buffill, entre otros, han tratado de divulgar y revalorizar su significativo aporte literario, Labrador Ruiz sigue siendo, como resumió con acierto Alba Buffill, un precursor marginado. Treinta años atrás, el poeta Fayad Jamís se lamentaba de ello en un artículo, en el cual preguntaba a quienes andan siempre a la caza del último grito de la modernidad publicado en el extranjero: "¿Han hojeado, siquiera por casualidad, la trilogía de novelas gaseiformes"? ¿Han leído Trailer de sueños, El gallo en el espejo, Carne de quimera? ¿Conocen algo más que el título de esa novela desgarradora, melancólica, socarrona, fantástica, experimental, cotidiana y cubanísima que es La sangre hambrienta?". Si trasladásemos hoy esas mismas interrogantes a la inmensa mayoría de los profesores de literatura hispanoamericana del mundo académico norteamericano —entre los cuales hay muchos de origen cubano—, las respuestas serían las mismas que pudo haber encontrado Jamís. El argumento de un dato elocuente me exime de cualquier comentario: en la base de datos del Modern Language Association apenas aparecen registrados catorce artículos sobre Labrador Ruiz, en contraste con los ciento veinte que ha merecido ¿la obra? de Rigoberta Menchú.

No resulta fácil entender este escaso aprecio por la obra de quien fue uno de nuestros más auténticos hombres de letras, un escritor cuya vida fue ejemplo de vocación y de fidelidad a la literatura mantenidas en las más frustrantes e ingratas condiciones. Con Labrador Ruiz nuestra prosa de ficción inicia además una etapa de definitiva superación del modo realista de narrar que provenía del siglo XIX. Como él mismo apuntó, "aburrido de leer obras idiotas; memoriales nada artísticos escritos en prosa pantuflera; relatos endebles, cursis, amañados o viles; letanías flatulentas; cuentecillos hipóficos o elefanciacos —tarados siempre en una patología elemental de las letras—, piezas engurruñadas llenas de pretensiones o monstruosas, llenas de insignificancia y otras zarandejas por el estilo —sin estilo—, sentí la necesidad de elevar de algún modo no sólo el fondo, sino la forma de lo que se estaba produciendo en mi torno". Su propósito renovador contemplaba, pues, dinamitar tanto la estructura como los modos expresivos, y en ese aspecto sus innovaciones fueron más radicales que las que por esos mismos años llevaban a cabo en Cuba autores como Carlos Montenegro y Lino Novás Calvo.

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