Miércoles, 27 noviembre 2002 Año III. Edición 503 IMAGENES PORTADA
Sociedad
La cuestión

por RAFAEL ALCIDES, La Habana  

Hay días en que las farmacias cubanas parecen sitios por donde hubieran pasado amables saqueadores que tuvieron la gentileza de no llevarse la estantería. La aspirina, esa cosa tan común y que sirve para todo —hasta para combatir la tristeza de llegar a viejo en un mundo donde no hay espejos que lo desmientan—, desaparece, pasa a ser un recuerdo. Hasta la aspirina.

Es la natural consecuencia, dice el Gobierno, de la ley norteamericana de embargo (conocida en Cuba como bloqueo), que durante más de cuarenta años ha pesado sobre el país haciéndole cada vez más difícil obtener en el mercado internacional productos fundamentales, unas veces porque son de producción norteamericana y otras porque, arruinado el país por el bloqueo, carece de dinero para comprarlos. Washington, que lo niega, ve en dicha argumentación el socorrido mal pretexto que pretende disimular la ineficacia de un régimen que muchos consideran pasado de moda, probadamente inútil incluso allí donde lo estrenaron; todo un fósil, una aberración política.

No entraré en esa polémica. Son graves materias que exceden mis conocimientos. Me quedé en política donde dice que ésta sólo sirve para que de vez en cuando se lo lleven a uno preso. O lo maten. Y de economías hoy, a los casi sesenta y nueve años de mi vida, sigo sabiendo lo que de niño aprendiera en casa: que es algo que pueden permitirse los otros, no los pobres. Con todo, me atrevería a aventurar que tal vez tenga Washington razón y no sea el bloqueo el malo, pero la manera más eficaz de demostrarlo es suprimirlo. Además, como decía el otro día mi hijo de ocho años terciando en la discusión de los mayores: si no hace daño, ¿por qué no lo quitan?

Sea como sea, en ese tira y encoge tenemos a las medicinas entre los productos afectados. El que viene de viaje con su camarita en busca de novedades no se entera, porque para él la vida es otra cosa. Y además porque para él, precavidamente, el Gobierno, pensando en términos de imagen turística, estableció farmacias en la que hallará de todo. Naturalmente, por ser un comercio pensado para extranjeros, de extranjeros igualmente son sus precios. El calcio para un mes, por ejemplo, en forma de carbonato, que en la farmacia del barrio costaría el equivalente de 5 centavos de dólar, cuesta allí 6.40 dólares. Lo sé porque mi mujer, que consume grandes cantidades desde que hace más de 15 años le fueran extirpadas las paratiroides, tiene muy a menudo que visitar el lugar, con el consiguiente dolor del bolsillo que nos causa.

En otros países y para el hombre de la camarita, 6. 40 dólares no es dinero, pero en Cuba es por lo general el sueldo del mes. Y sin calcio mi mujer no puede vivir; una semana sin tomarlo y ahí está la tetania torturándola. No es la única dificultad. Cuando por fin termina el trabajo de Hércules que es conseguir los 6.40 USD, empezará la siguiente gran aventura. La aventura donde la precaución del Gobierno para evitar que el turista se lleve una mala imagen del país se vuelve contra tal precaución con la furia de un boomerang al servicio del enemigo. ¿Por qué? Porque en esas farmacias está prohibido despacharle al cubano a fin de garantizar la farmacopea del extranjero. Saber, sin embargo, que en determinado lugar está la medicina que pudiera ayudar a tu hijo, a tu madre o a ti mismo, y que por las razones que sean no la puedes adquirir, es como rayar un fósforo en un almacén de gasolina.

En tiempos del capitalismo hubo aquí quien rompió cristales o entró a la farmacia con un cuchillo. En la Cuba actual no haríamos nada así. Mi mujer, en eso como los demás cubanos, cuando no encuentra su medicina en la farmacia del barrio acude a la de los extranjeros. El turista naturalmente pone cara de sorpresa cuando el nativo le entrega el dinero con el ruego de que le compre el medicamento. Empresarios y diplomáticos no. Esos, por residir en el país y comprender el espíritu de la prohibición, no te humillan con las preguntas habituales del turista. Por eso mi mujer los espera. Siempre. Se conocen por las chapas de los autos y porque no andan con sus cámaras, que tanto avergüenzan cuando hacemos filas al llegar las medicinas, el picadillo de soya o lo que quiera llegar. Con todo, sigue siendo en casa un problema sin resolver los dólares del calcio, del próximo calcio si tampoco este mes llegara a la farmacia del barrio. Y rezar no ha dado resultado. Hasta hoy no ha dado resultado.

Presidentes van y presidentes vienen, y el bloqueo se sostiene. Y el Gobierno cubano también. Pero a mi mujer, que está en medio de tan poderosos contendientes, le falta el calcio. He ahí la cuestión.


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