Martes, 15 octubre 2002 Año III. Edición 472 IMAGENES PORTADA
Sociedad
Imitación de la muerte

por RAúL RIVERO, La Habana  

Era intocable, perturbadora y ajena. Los tirantes de su uniforme azul pastel y blanco, el monograma sagrado de las escolapias, la ponían en una órbita a la que no se llegaba por ningún camino humano.

Para mí y para la competencia, que era toda mi aula de quinto grado, ella volaba a unos centímetros del pavimento y aunque sonreía y podía ser cordial y amable, sabíamos que aquel ángel no recibía esquelas amorosas.

Los domingos, a la salida de la iglesia, era ligeramente terrenal, y los más audaces del enjambre pudieron alguna mañana escuchar el frú frú de su ropa de gala y percibir el aroma de sus violetas rusas.

Así pasó su infancia, en una suerte de retiro público. Visible y distante como dicen que han sido siempre las estrellas.

En plena juventud, en el fulgor total, era peor. Nos pudimos acercar un poco. Alguno llegó a bailar con ella en las fiestas de amigos y a cantarle al oído, haciéndole la segunda a Nat King Cole, acércate más y más, pero mucho más.

Después nos dispersamos. Nos convertimos en personas mayores. De aquel grupo muchos se fueron de Cuba y otros nos integramos a la carpa nacional.

Ella se casó. Debe haber sido feliz no sé cuántos años, porque durante mucho tiempo casi no teníamos contacto. Los admiradores que sobrevivimos sólo necesitábamos dos rones para evocarla. Y la convocamos disciplinadamente tal y como había sido, sin importarnos qué pasaba ahora con su pelo y sus ojos oscuros.

Esta semana yo la miraba en silencio en la sala de su pequeña casa de El Cerro.

Se divorció y su único hijo —ya casado y con dos niños— vive en Miami. Está sola y acaba de jubilarse.

Trabajó como técnica de laboratorio en varios hospitales de La Habana. En noviembre recibirá su chequera. Va a cobrar 131 pesos cada mes.

La muchacha que la ayudó a preparar los papeles del retiro le sacó la cuenta del dinero que ella ganó durante su vida laboral.

Treinta mil pesos, dice, mil dólares por dejar mi salud y mi juventud entre esos aparatos.

¿Quién me lo iba a decir?, le pregunta de pronto a una ventana.


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