Lunes, 03 junio 2002 Año III. Edición 379 IMAGENES PORTADA
Sociedad
La hora de la disidencia

por RAFAEL ROJAS, México D. F.  

No hay que haber leído a Hannah Arendt para saber que en un régimen totalitario la oposición política es ilegal. En el caso de Cuba, esa característica se acentúa por la simbiosis entre nacionalismo y comunismo que define al Gobierno de Fidel Castro. De acuerdo con los artículos 53 y 54 de la Constitución de 1992, que rige en la Isla, los cubanos tienen derecho a expresarse y asociarse políticamente siempre y cuando lo hagan a través de las instituciones del Estado: los Comités de Defensa de la Revolución, el Partido Comunista, la Central de Trabajadores, los medios oficiales de comunicación... Quien intente expresarse o asociarse al margen de esas corporaciones del Estado no sólo se coloca fuera de la ley, sino que es considerado traidor a la patria, enemigo de la nación.

En Cuba la política es, como pensaban Lenin, Schmit y todos aquellos que aspiraron a la destrucción del Estado de derecho, una continuación de la guerra por otros medios. Allí el opositor no es un ciudadano con una opción política diferente, sino un enemigo del pueblo que debe ser aniquilado. Y como en Cuba el otro amenazante siempre es Estados Unidos, los opositores tienen que ser presentados como satélites de Washington, aunque ellos mismos sea tan nacionalistas como el propio Castro y rechacen el embargo comercial contra la Isla. Los disidentes cubanos, Elizardo Sánchez, Osvaldo Payá, Vladimiro Roca y Raúl Rivero, son tratados como "agentes del imperialismo" porque el régimen de Fidel Castro no puede concebir la existencia de una oposición pacífica que defienda la democracia y la soberanía.

Aunque vigilada, reprimida y descalificada, la disidencia cubana se ha consolidado en la última década como un actor posible de la transición democrática. El prestigio internacional que han ganado esos activistas irrita a Fidel Castro, pero, al mismo tiempo, los protege de la furia de su régimen. Los dos logros principales de la disidencia en los últimos años son haber persuadido al exilio de su liderazgo moral y de la pertinencia de un cambio pacífico, y haber aprendido a presionar al régimen para que se reforme desde sus propias leyes. El Proyecto Varela, impulsado por el Movimiento Cristiano Liberación que encabeza el líder laico Osvaldo Payá, es una buena muestra de ese aprendizaje.

Inspirado en la figura del sacerdote cubano del siglo XIX, Félix Varela, quien promovió en las Cortes de Cádiz, durante el Trienio Liberal (1821-1823), dos célebres reformas, la abolición de la esclavitud y la autonomía insular, el Proyecto se ampara en el artículo 88 de la Constitución socialista, el cual, en su inciso G, establece que un grupo de más de 10.000 ciudadanos, empadronados en el último censo electoral, puede proponer a la Asamblea Nacional del Poder Popular una iniciativa de ley. En los últimos dos años, Payá y sus colaboradores lograron reunir más de 11.000 firmas y, a principios de mayo, antes de la visita del ex presidente James Carter a la Habana, presentaron el Proyecto al poder legislativo de la Isla.

El Proyecto Varela propone, en esencia, un referéndum nacional en el que se consulte a la población si está o no de acuerdo con las siguientes demandas: 1) amnistía general para presos políticos; 2) apertura de la pequeña y mediana empresa privada nacional; 3) una reforma constitucional que garantice las libertades de expresión y asociación al margen del Estado cubano; 4) nueva ley electoral que reconozca la legalidad de partidos políticos de oposición; 5) elecciones libres en un plazo de nueve de meses. En estos momentos, el Proyecto se encuentra en el Parlamento cubano, el cual tiene la obligación constitucional de debatirlo y aprobarlo o rechazarlo.

El Gobierno de Fidel Castro se enfrenta, pues, a una disyuntiva provocada por la propia legalidad revolucionaria. Sin embargo, el Proyecto Varela sólo sería aprobado si las elites políticas de la Isla están dispuestas a propiciar una transición a la democracia, cuya iniciativa provenga de un actor tan molesto como la disidencia interna. Y no es ése, sino el empeño de aferrarse al régimen totalitario hasta la muerte de Fidel Castro, el objetivo a corto plazo del Estado cubano. El escenario más plausible, entonces, es que el Proyecto sea engavetado en las oficinas de la Asamblea Nacional, mientras se enfurece la campaña de descrédito contra la disidencia y el exilio en las calles de La Habana.

El apoyo que el ex presidente Carter ofreció al Proyecto Varela durante su viaje a la Habana, a mediados de mayo, es un paso importante para la difusión, dentro y fuera de Cuba, del riguroso trabajo de la disidencia. Consciente de la eficaz maquinaria de descalificación del Gobierno cubano, Carter recomendó a los líderes de la oposición que se deslinden de la política de Estados Unidos hacia Cuba y que no acepten prebendas de instituciones cercanas a Washington. Sin duda, el ex presidente norteamericano captó el valor que tiene el nacionalismo en la cultura política cubana. Un nacionalismo que, en su versión castrista, no deja de ser paradójico: los dos únicos opositores que ha reconocido Fidel Castro en 43 años de poder, y a los que ha concedido plena libertad de expresión en la Isla, son Juan Pablo II, un polaco líder mundial de la iglesia católica, y James Carter, ciudadano del imperio.


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