Extranjero |
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En un planeta cada vez más pequeño, cada vez más cercano, forastero es aquel que reniega de los valores universales de la raza humana. |
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por LUIS MANUEL GARCíA, Sevilla |
Parte 1 / 2 |
Extranjero es una palabra rara y polivalente, que ha servido incluso para titular libros y grupos de rock. Extranjero era, para un espartano, el ateniense que habitaba, por así decirlo, a la vuelta de la esquina. Con el tiempo, todos terminaron siendo griegos. Extranjero era, entre los romanos, un concepto geopolítico: un romano de pura cepa podía nacer en las Galias o en Hispania, mientras el advenimiento de un bárbaro podía ocurrir a los pies del Coliseo, sin que por ello dejara de ser extranjero, lo que en este caso equivalía a extraño, ajeno. En las colonias españolas de Hispanoamérica, el criollo, nacido en el Nuevo Mundo, sin importar que sus padres fueran castellanos viejos, por razones geográficas (que a la larga se convirtieron en razones económicas y más tarde políticas, militares) no tenía acceso a numerosos cargos públicos. Era extranjero. Extranjero en su propia tierra.
En países como Suiza, para que a un extranjero se le conceda la ciudadanía —únicamente al estar casado con un ciudadano suizo— debe reunirse el consejo de la localidad donde nació el cónyuge, valorar los méritos y deméritos del aspirante a la suizificación y decidir, a puro voto democrático, si el tal tiene derecho o no a la eximia nacionalidad de las vacas alpinas y los quesos emmental. Incluso en junio del 94, durante un referéndum sobre si se le concedía o no la nacionalidad a los hijos y nietos de inmigrantes nacidos en el país y que sólo hablan alemán, francés o italiano, no su idioma de origen, más de la mitad de los suizos dijeron que no. De modo que siguen siendo extranjeros en la tierra donde nacieron ellos y sus padres. Españoles, croatas o chilenos que jamás han pisado los países de donde, teóricamente, son nativos. La "extranjeridad" es su condición natural.
Existen infinidad de personas que dicen sentirse orgullosas de su nacionalidad, a pesar de que ello entraña un absurdo: es puro accidente que algunos hayan nacido en La Habana y no en Helsinski o Ulan Bator. Nadie puede sentirse orgulloso por algo en que no interviene, y que por tanto no entraña ningún mérito. Podría, en cambio, sentirse orgulloso de sus obras, de su condición humana, de su país o de su pueblo (lo cual no equivale a su nacionalidad, mudable, como cualquier rótulo). Y me refiero a esto porque, apreciando los nacionalismos sanos, no excluyentes y que podrían asumirse como una categoría cultural, la salvaguarda de una herencia histórica, detesto los nacionalismos chovinistas, excluyentes, detentados por personas que se atribuyen los méritos de su pueblo gracias a una simple partida de nacimiento. Méritos en los que, con harta frecuencia, no han cooperado en lo absoluto. Y el aprecio superlativo y miope de lo propio viene con asiduidad convoyado por el desprecio a Lo Otro, Lo Extranjero. De modo que la otredad se convierte en un defecto y el otro, el extranjero, pasa a ser el bárbaro de los romanos, excluible, inferior.
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