Lunes, 01 abril 2002 Año III. Edición 334 IMAGENES PORTADA
Sociedad
Aristocracia de verdeolivo

Tras 43 años en el poder, los revolucionarios del 59 ya son 'apellidos ilustres'.
por EMILIO ICHIKAWA MORIN, Nueva York Parte 1 / 2
Aristocracia
Generales y Comandantes. Almeida, Castro, Frías y
Valdés

Un conocido escritor cubano me contó acerca de un paseo de Lezama Lima por una tan luminosa Habana que le hizo exclamar: "¡La Habana es como Florencia!". A lo que dice inmediatamente acotó: "En tempo de crepúsculo".

Más que un lance ocasional, la lectura de la historia cubana en clave europea se ha vuelto una costumbre, un hábito: quizás todo un método. De ahí que una comprensión de la revolución de 1959 pase, más que por una analogía con cualquier otra revolución latinoamericana, por un repaso de la Revolución Francesa.

Hay, por supuesto, miradas a la revolución cubana en clave latinoamericana. Se la ha aproximado al Paraguay de Gaspar Rodríguez de Francia (al que Jose Martí llamó "lúgubre"), a ciertos afanes nacional-populistas de Perón y de Getulio Vargas y, más recientemente, al trujillismo reinventado por Mario Vargas Llosa en su novela La fiesta del chivo.

Nada del "latinoamericanismo" anterior, por cierto, es localizable en la discursividad de los jefes máximos del castrismo, cuyas miradas son básicamente greco-romanas; a la medida de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana, que fue la verdadera "cuna" de la revolución.

Para Raúl Castro, por ejemplo, una ocupación norteamericana de la Isla sería tan costosa como una "victoria pírrica"; mientras que para Fidel Castro esa ocupación pasaría por una inmolación de todos los cubanos. No como aquellos bayameses que según ha corroborado el investigador Rafael Acosta de Arriba decidieron incendiar la ciudad ante la inminencia de la ocupación española, sino como los episodios históricos de Sagunto y Numancia (en aquel discurso Fidel Castro dijo "ciudad española de Maguncia"; todo el mundo lo escuchó, pero las "versiones taquigráficas" del Consejo de Estado arreglaron su error. A la manera en que, por cierto, arreglan su tautológico "nuncajamás" escribiendo al otro día en el periódico Granma "nunca, jamás...").

Según Alexis de Tocqueville, la Revolución Francesa de 1789 no hizo sino precipitar de manera violenta un sistema de cambios que ya se venían gestando dentro del "antiguo régimen". En sentido general, sus objeciones a la revolución se reconocen dentro del grupo de "argumentos de la futilidad" que Albert Hirshman considerara una de las objeciones más importantes al cambio social en su libro Retóricas de la intransigencia. Según este argumento, las revoluciones no son más que revueltas demasiado costosas desde el punto de vista del cambio real, pues no hacen más que precipitar algo que de cualquier modo la propia Historia habría interpuesto de manera evolutiva.

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