La buena vida |
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por RAúL RIVERO, La Habana |
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Piro Águila sí sabe lo que es vivir. Se pasó 37 años arriba de un tractor, después se metió a ponchero y está terminando a todo tren el sector turístico.
Desde niño, allá en el pedazo de tierra de su abuelo —tierra roja de perdigones—, sentía pasión por esas máquinas que trabajaban por 100 bueyes. Si les ponías una polea sacaban agua y los domingos te servían como un carro para ir a una parada, a un torneo o a la valla de gallos.
Para él, el tractor es lo mejor que se ha inventado y con ellos rompió tierra en toda la zona, sacó palos de los montes y camiones de los pantanos.
Por sus equipos, siempre en buenas condiciones y engrasados, Piro se hizo famoso, y desde un de ellos vio por primera vez a Riselda.
Ya él no tiene tractor y ella sigue ahí, firme en la casa un poco vacía porque no tuvieron hijos y los sobrinos crecieron, se casaron y se fueron del vecindario.
Cuando el accidente —recuerda Piro— ella no me dejó solo ni un minuto. Me ayudó también a enderezar un poco la pierna por lo menos para que me sirviera unos años más.
Yo no sé bien qué fue lo que me pasó. Iba por la guardarraya. Al lado me quedaba la línea del tren. De pronto, en vez del cañaveral y el cielo, empecé a ver mujeres pariendo y a mi madre que lloraba y unos caballones grandes.
Cuando desperté estaba en el hospital. Me dijeron que metí el tractor de cabeza en una alcantarilla y que me había salvado de milagro.
Desde ese momento Piro no volvió a manejar y trabajó como ponchero en un garaje estatal.
Era muy aburrido, dice, el día entero dando madarria en las llantas, encerrado, preso hasta las cinco de la tarde.
Eso se acabó cuando comenzó lo del turismo por su región. Un amigo lo llamó y le ofreció que cuidara el baño de hombres de un centro.
Piro explica: ese día boté la mandarria y por la noche me presenté en el hotel con mi guayaberita.
Hasta el sol de hoy. Los fines de semana salgo mejor porque la cosa sigue hasta las dos o las tres de la madrugada. Viene un gallego y me deja un vaso de ron. Yo lo guardo.
Viene un italiano y me tira una moneda de 25 centavos de fula. Otro me deja caer un fula porque yo le doy su jabón y una toallita y hago un comentario sobre la chiquita que ligó o sobre el reloj tan bonito que lleva.
Si aparece otro medio borrachón, va y me deja otro poco de bebida y cuando vengo a ver, saco la botella vacía que llevé de mi casa y echo todos los poquitos que dejaron y al otro día la vendo en el barrio por 25 pesos.
Estoy acabando mi vida a todo tren. Alguna vez me tenía que tocar y óyeme, tengo a Riselda como una reina, dice Piro.
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