Liuba en el trópico |
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por RAúL RIVERO, La Habana |
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Les trajo el amor un día y por ese mismo amor, o por otros, se quedaron.
Llegaron entre los sesenta y los ochenta con sus maletas romas acabadas de comprar en el GUN de Moscú, del brazo de atractivos agrimensores, técnicos, militares que conocieron en Kiev, en Leningrado o en Novosibirsk.
Eran travesías privadas, sin brillo estatal ni banda de música. Convenios íntimos que se firmaron en la planicie siempre desconcertante de los descubrimientos de la pasión.
Vinieron a vivir con los hombres que amaban a esta tierra sin nieve y sin samovar, donde el sol no es un lujo sino un obstinado visitante que no sale de las casas hasta que cae la noche.
Aquí se adaptaron a las estrechas barbacoas de La Habana, a los pueblos de provincia en los que la vida se vive en cámara lenta.
Tuvieron hijos con los que apenas se entendían en su idioma materno y a quienes en la intimidad llamaban Sacha, Volodia y Dimitri, pero los muchachos eran Ramoncito, El Nene y Bola de humo.
Muchachas hermosas, sencillas, inocentes, que estaban de repente en otro ritmo, que pasaron del susurro al escándalo, del azafrán al lirio (aunque no conocieran a Ballagas).
Están por ahí, detrás de aquellos niños que son hoy hombres y son los padres de sus nietos. Están porque se metieron en la ola y tuvieron la capacidad de asimilar el tipo de hermandad que le ofrecieron.
Van de vez en cuando, no al país del que salieron, más bien a otro, a otros, y regresan a unos ámbitos que ayudaron a moldear y conocen y ya son parte de su naturaleza.
En momentos de crisis, con fuerzas y un pasaporte extranjero, se convirtieron en Tatiana Mercadito y en pleno Vedado, por ejemplo, abrieron tiendas clandestinas de productos de los establecimientos especiales para los técnicos del campo socialista.
Fueron también Ludmila Jarachó y entraron cubanos a las tiendas en dólares —sólo por una pequeña cantidad— para que compraran zapatos y jabones con la moneda prohibida del enemigo imperialista.
Están aquí o en el sur de La Florida, aferradas a la familia que se dispersa y se divide en tiempos como estos.
Viven en Cuba bajo las mismas leyes, con ese sol constante todavía, en el vaivén del amor y la esperanza.
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