Lunes, 14 enero 2002 Año III. Edición 279 IMAGENES PORTADA
Sociedad
Boberías escogidas

por RAúL RIVERO  
Reacción
El bobo del pueblo le tiene miedo al caballo

El método era eficaz, directo y brutal. De pie, cerca del ataúd, en medio del rumor clamoroso de los velorios de pueblo de campo antes de la medianoche, Joaquín dejaba caer esta amenaza, si no me dan chocolate, canto.

Venía enseguida, desde la cocina, un familiar del muerto con la taza. El personaje —pantalón gris, pulóver blanco y alpargatas— se retiraba tranquilo y silencioso a un rincón a paladear las oscuridades del cacao.

Cuando ya iba a salir el sol y dormitaban unos pocos empecinados sobre sus sillas de tijera, reaparecía torpe y pesado desde su calvario de pesadillas con otra propuesta inquietante, si no me dan un cigarro, grito.

Era el bobo de la comarca. Ese chantaje formaba parte del folklore local. Después que la gente aceptaba la muerte y los trámites legales ocultaban el dolor o lo posponían, en cuanto llegaban las primeras coronas, alguien se sentía en la obligación de preguntar, caballeros, ¿no ha llegado Joaquín?

El otro, más joven, siempre limpio y bien vestido en las retretas de los jueves y los domingos, de traje en las funciones de las compañías que venían de La Habana, de guayabera en las matinés del cine Apolo, vivía en el universo de lo que él llamaba el arte.

Sólo el Niño Barrera tenía valor para subir al escenario a bailar con las rumberas despampanantes de la capital y con las estrellas municipales que salían a las carpas de los circos con aceite de Arabia en la cintura al ritmo de aquello que dice, cabo de la guardia siento un tiro.

Con su corbata punzó, casi como una prolongación de la lengua, afuera a lo largo de su actuación, como muestra de lo mucho que gozaba sobre las tablas junto a aquellas mujeres deseadas.

Triunfal, aclamado por sus admiradores cuando unos tarugos tenían que sacarlo en andas del plató porque quería seguir bailando detrás de las artistas.

Asediado en bailes en bailes y verbenas, seguido por un séquito que lanzaba exclamaciones y aplaudía cuando el Niño lanzaba miradas de conquistador a las muchachas más lindas de la fiesta y luego seguía su camino con un gesto de hastío.

El Niño Barrera en el parque Agramonte, en las noches de los lunes más largos del mundo, con detalles para sus seguidores de aventuras soñadas con las vedettes. Sus juegos sexuales en casas de citas y mataderos y los trofeos —un gancho de pelo, una caja vacía de polvo Paramí, un azabache.

Ningún velorio tenía sentido sin Joaquín y ningún espectáculo estaba completo sin el Niño Barrera.

Los dos murieron, dice Macho Castillo que nació en ese pueblo y lleva allí 78 años.

Los dos murieron, dice, ya aquí no hay bobos y si los hay somos nosotros. Vivos sí hay muchos, pero lo que hacen no le da gracia a nadie y nadie quiere acordarse de ellos.


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