| De imperios y colonias |
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| Y después del 11 de septiembre, ¿qué nos queda a los cubanos? |
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| por JESúS DíAZ |
Parte 1 / 2 |
Es sabido: el once de septiembre cambió al mundo. Y entre las nuevas realidades generadas a partir de esa tragedia hay que anotar la rapidísima y trascendental reacción de Rusia y de su jefe de Estado, Vladimir Putin, al ofrecer su plena colaboración a los Estados Unidos de América. Imperio euroasiático, Rusia estuvo sometida desde su origen a una tensión extraordinaria entre "eslavófilos" y "occidentalistas", simbolizada en sus dos zares emblemáticos, Iván el Terrible y Pedro el Grande, en sus dos capitales históricas, Moscú y San Petersburgo, y sintetizada en el extraordinario poema Los escitas, de Alexander Block.
Dicha tensión se subsumió en otra mucho mayor tras la Segunda Guerra Mundial, cuando Rusia, entonces centro del imperio soviético comandado por José Stalin, un zar particularmente eslavófilo, se guareció tras un colchón fronterizo de Estados satélite que llegaba hasta el triángulo de Bohemia, en el mismísimo corazón de Europa, convirtiéndose así, por primera vez en su historia, en un imperio mundial. El único capaz de retar a la república imperial de los Estados Unidos de América.
Ese reto se concretó de manera espectacular en Cuba, situada a sólo 90 millas del territorio continental estadounidense, cuando Fidel Castro, el caudillo populista más audaz y atroz de las historia latinoamericana, decidió desvincular a su país de la esfera de influencia norteamericana y vincularlo a la esfera de influencia soviética. Con ello, el imperio euroasiático violaba la doctrina Monroe, establecida por EE UU en el primer cuarto del siglo XIX con la intención de impedir que ningún poder europeo interviniera en el continente americano. En 1959 la URSS estaba dirigida por Nikita Jrushov, y Castro contaba con el apoyo enfervorizado de la mayor parte de la población de la Isla —incluyendo a quien escribe estas líneas—, de modo que muy pronto empezamos a corear a todo pecho, "¡Fidel, Jrushó, estamos con los dos!".
El momento más álgido de esta historia terrible tuvo lugar en el mes de octubre de 1962. Cumpliendo una solicitud de Fidel Castro, los soviéticos habían establecido cohetes con cabezas nucleares en Cuba, apuntando a Washington. Los norteamericanos pusieron el grito en Moscú. El mundo llegó al borde de la guerra atómica. Castro, fiel a su feroz tanatolatría, resumió lo que le importaba la vida humana en una consigna que dura hasta hoy, "Patria o Muerte". Pero los soviéticos se comportaron como lo que eran, un imperio, y llegaron a un acuerdo con los norteamericanos sin tomar en cuenta la actitud numantina de Castro, el dictador de su protectorado. Entonces muchos cubanos, rabiosos y frustrados, coreamos a voz en cuello, "¡Nikita, mariquita, lo que se da no se quita!".
Ni la rabia ni la frustración eran nuevas en Cuba. En 1898, tras una guerra de independencia que España condujo con particular saña y en la que llegó al extremo de establecer en la Isla los primeros campos de concentración de los tiempos modernos, el ejército independentista cubano bendijo la intervención militar norteamericana, que en un abrir y cerrar de ojos derrotó al ejército español y le arrebató a la corona los restos de su imperio. Las bases del traspaso se fijaron en el Tratado de París, donde España y Estados Unidos se comportaron como lo que eran, un imperio muerto frente a otro naciente. Como en 1962, tampoco en 1898 Cuba fue invitada a participar en las negociaciones.
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