Viernes, 24 enero 2003 Año IV. Edición 541 IMAGENES PORTADA
Opinión
La cultura del poder

Vanguardia revolucionaria versus vanguardia intelectual. De cómo la sangre llegó al río.
por DENNYS MATOS, Madrid Parte 4 / 4

La reagrupación de las vanguardias políticas en un partido de orientación leninista que, además, ya se había hecho con el poder, tuvo repercusión inmediata en la política cultural de la revolución. Puede decirse que, hasta ese momento, dicha política estaba marcada por una cierta espontaneidad e improvisación. Carácter que de algún modo sellaba el proceso revolucionario, motivado en buena medida por "la necesidad de enfrentarse a muchos problemas apresuradamente" (Palabras a los Intelectuales). En este sentido, y aunque se habían creado ya numerosas aulas como parte del ambicioso programa inicial, se daban todavía los primeros pasos en la reforma de los programas educacionales y universitarios. No existía un órgano rector y centralizador —no existía el actual Ministerio— de los contenidos político-ideológicos y administrativos de la cultura. Paralelamente, por ejemplo, a la actividad desarrollada de forma independiente por el ICAIC, Casa de las Américas o el Museo Nacional de Bellas Artes, el INRA (Instituto Nacional de la Reforma Agraria) desarrollaba sus propias prácticas de extensión cultural. Fenómeno que preocupaba seriamente a Fidel Castro, y sobre el cual llamara la atención en las reuniones sostenidas con los intelectuales en el verano de 1962. En ellas resaltó la importancia que para la revolución tenía la unidad de dirección y, sobre todo, la autoridad en torno a la toma de decisiones en la esfera cultural.

Es el nuevo PCC quien, armado ya de una retórica marxista-estalinista, comienza a articular sobre las bases del nacionalismo revolucionario un discurso donde se redefine tanto la figura como la función de los intelectuales y artistas en una sociedad socialista. La educación y el desarrollo de la cultura serán patrimonio exclusivo e inalienable del Partido. Al respecto Castro, en el discurso citado, es categórico: "Nuestro Partido educará a las masas, nuestro Partido educará a sus militantes. ¡Ningún otro partido, sino nuestro Partido y su Comité Central!". Ello impuso a los intelectuales y artistas un bloqueo en el acceso a los dispositivos de decisión: ya no sólo eran incapaces de influir en los signos y la orientación que tomaba el proyecto revolucionario, sino que ni siquiera podían decidir su papel dentro de la sociedad que comenzaba a construirse.

En estas circunstancias el poder no veía —ni le interesaba ver— a "artistas de gran autoridad que, a su vez, tengan gran autoridad revolucionaria", como escribiera Guevara en El hombre y el socialismo en Cuba. Por lo que, en términos de estrategia de gobierno, comenzó a estimarse peligroso que la intelectualidad formara culturalmente a las nuevas generaciones. De acuerdo con el pensamiento guevariano, "los hombres del Partido deben tomar esa tarea entre manos y buscar el logro del objetivo principal: educar al pueblo". Con ello se despojaba a los intelectuales y creadores del potencial sociocultural que para estos efectos había generado la propia revolución. El lugar de los pensadores y artistas dentro de la nueva sociedad, su función educadora y de resorte del pensamiento crítico, era sustituida por las funciones y resoluciones del PCC. Se trata de una de las primeras constricciones practicadas en la esfera cultural cubana (luego vendrán otras mucho más aberradas y grotescas). A la intelectualidad se le escamoteará prestigio y se despreciará su valor cívico y crítico. Su importancia político-social será objetada. En el fragmento La actividad cultural, del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura en abril de 1971, puede leerse: "La conciencia crítica de la sociedad es el pueblo mismo y en primer término la clase obrera, preparada por la experiencia histórica y por la ideología revolucionaria para comprender y juzgar con más lucidez que ningún otro sector social los actos de la revolución".

A partir de 1966, la dirigencia cubana insiste cada vez más en la necesidad de una educación capaz de crear "el hombre nuevo". Uno totalmente exento de las ideas del siglo XIX, pero también de las limitaciones del XX (para Guevara "decadente y morboso"). El argentino estaba convencido de que la creación del "hombre nuevo", de educación integral e inquebrantable confianza en el futuro socialista, sería el gran aporte de la revolución a la causa del marxismo-leninismo, y a la humanidad entera. Es de suponer que para el poder, habiendo mostrado el movimiento intelectual tantas "confusiones ideológicas", la altísima responsabilidad de crear el "hombre nuevo" debía quedar, en todo caso, en manos de quienes habían sido formados bajo los enunciados político-ideológicos del régimen. En manos de unos "intelectuales y artistas" dedicados, por sobre todas las cosas, a instrumentar la ideología partidista. Había que crear los nuevos cuadros del PCC para "el frente cultural". Es una especie de pragmática de los ideales gramscianos sobre el intelectual orgánico, aplicada al contexto cubano.

La incorporación masiva de los "trabajadores de la cultura" —y aficionados a ella, desde campesinos hasta combatientes de las FAR y el MININT— y los cuadros del PCC, acaba borrando la relativa autonomía del campo cultural y su capacidad de generar debate. Ello trae como consecuencia la sindicalización del pensamiento. Los intelectuales y artistas son milicianos uniformados o, incluso, simples trabajadores de la esfera productiva (una especie de inducción forzada a los mea culpa que aún sigue practicándose). Obreros, trabajadores, los artistas e intelectuales tienen que ser "socialmente útiles", producir bajo sospecha de parasitismo. Había que desaparecer cualquier rastro de independencia en la producción de contenidos ideológicos respecto a los dogmas generalizadores del poder revolucionario. Lo que se intentaba —y se logró de manera despiadadamente eficaz— era desarticular el campo de producción cultural desactivando su núcleo: la vanguardia intelectual.

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