Viernes, 24 enero 2003 Año IV. Edición 541 IMAGENES PORTADA
Opinión
La cultura del poder

Vanguardia revolucionaria versus vanguardia intelectual. De cómo la sangre llegó al río.
por DENNYS MATOS, Madrid Parte 2 / 4

Una buena parte de la intelectualidad cubana no pudo (o no quiso) asumir la duplicidad ética y estética necesaria para nadar entre dos aguas. Contestó reivindicando la libertad creativa como derecho inalienable. Es el origen de los desencuentros, de las rupturas y de los amargos silencios creativos. De las persecuciones y el ostracismo de los herejes y renegados. Sobre todo después de que la fidelidad a la revolución fuera enmarcada por rígidos esquemas ideológicos y el derecho a la libertad creativa provocara, en un marco institucionalizado, sospechas y desconfianzas mutuas. La vanguardia intelectual veía que el acceso a los nuevos espacios culturales no dependía ya de su talento o esfuerzo, sino de su capacidad para aceptar y divulgar el credo del poder político. La vanguardia revolucionaria, temiendo que su autoridad pudiera ser resquebrajada en la medida en que fuera cuestionada la integridad ideológica de sus postulados culturales, desautorizó socialmente la legitimidad del campo intelectual y artístico. Ello motivó la categórica descalificación de quienes pretendían fortalecer la autonomía del pensamiento. Desde entonces, como puede leerse en El socialismo y el hombre en Cuba, impedir "que la generación actual, dislocada por sus conflictos, se pervierta y pervierta a las nuevas", fue una obsesión del poder revolucionario.

Es por ello que uno de los objetivos de la política cultural oficialista es ensayar sistemáticamente la desautorización social. Y no sólo en la figura del intelectual y su papel de vector pedagógico, sino en la legitimidad de sus obras, a través de una hermenéutica "marxista" que en el fondo trabaja con categorías estéticas de corte estalinista. Esta política está dirigida a descalificar incluso el dominio de los capitales simbólicos específicos, toda vez que dichas obras son consideradas nocivas para los intereses de la nueva sociedad revolucionaria.

La revolución, la educación, el pueblo y los intelectuales

En Cuba, tras el triunfo revolucionario, una fracción de la población sometida por el nuevo régimen (aquella que pertenecía a la burguesía criolla) abandonó la Isla organizándose en el exilio de Miami. Hubo otra fracción —quizá la menos numerosa— que se quedó y aun organizó, hasta mediados de los sesenta, la resistencia armada. Estas posturas enfrentadas a la nueva ideología, desde dentro y fuera, señalaron al régimen que si quería afianzarse y sobrevivir a la guerra de desgaste que se avecinaba debía lograr el apoyo del total de la población. Lo que justifica los insistentes llamamientos de Fidel Castro en Palabras a los intelectuales: "La revolución debe tratar de ganar para sus ideas a la mayor parte del pueblo".

Como se deduce del propio documento, esa mayoría aún no mostraba "una actitud realmente revolucionaria ante la realidad". Por lo que la tarea impostergable del nuevo gobierno fue conseguir el apoyo no ya de aquellos sectores (mayormente obreros, estudiantes e intelectuales de la pequeña burguesía urbana) que participaron activamente en el derrocamiento de la dictadura de Batista, sino el de esa mayoría que había vivido hasta entonces "en la explotación y el olvido más cruel". Un objetivo que no podría lograrse sin un adoctrinamiento sistemático y masivo, articulado sobre las bases de los enunciados político-ideológicos de la revolución.

La Campaña Nacional de Alfabetización —el primer gran gesto y tal vez el más audaz de todos los desarrollados por el programa revolucionario— se propuso erradicar el analfabetismo como primer paso hacia la democratización de la educación y la cultura. Algo que desde el proyecto de la república martiana no sólo se había postergado, sino que bajo la mira de las elites criollas se convirtió en instrumento y fuente de legitimación clasista. De ahí que la Alfabetización Nacional fuese, además, una campaña que rompía con los viejos esquemas socioculturales, una extensa maniobra política (como muestran los contenidos de los manuales y libros empleados) considerada de vital importancia para la sobrevivencia del nuevo orden, que tuvo incluso sus mártires. Un logro —convertido en definitiva ventaja— inalcanzable para las fuerzas opuestas a la legitimación del castrismo.

El proceso mediante el cual el régimen desautoriza a los artistas e intelectuales está relacionado con el concepto de pueblo practicado por los enunciados político-ideológicos de la revolución (proceso que comienza a manifestarse a partir de las Palabras a los intelectuales, se acentúa en 1965 y se impone institucionalmente a mediados de los setenta, con la creación del Ministerio de Cultura). Ellos postulan al pueblo como verdadera conciencia crítica: un concepto construido desde los enunciados seudo-marxistas más dogmáticos y extremistas, y que será parte esencial de la instrumentalización partidista de la cultura. Una noción de pueblo convertida desde 1959 en referente esencial de las transformaciones operadas en la sociedad cubana, pero sin que soportara al principio, al menos en los cuatro o cinco años iniciales, las aplicaciones reduccionistas de que fue objeto posteriormente. Ni siquiera después de ser sometida a redefiniciones, sobre los presupuestos revolucionarios perfilados entre 1961 y 1964, la noción es empleada como instrumento de marginación o criminalización política y fuente de deslegitimación social.

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