Viernes, 24 enero 2003 Año IV. Edición 541 IMAGENES PORTADA
Opinión
La cultura del poder

Vanguardia revolucionaria versus vanguardia intelectual. De cómo la sangre llegó al río.
por DENNYS MATOS, Madrid Parte 1 / 4
Castro
Pintor Alexis Leiva (Kcho) y Fidel Castro. ¿Vanguardia
versus retaguardia?

Años sesenta: Nunca antes en la historia cultural cubana un gobierno había abierto horizontes tan amplios y profundos, planteados desde un discurso democrático y popular. Tampoco nunca antes la vanguardia intelectual y artística había soñado contar con tantos medios para producir y difundir, a una escala social inimaginable hasta entonces, su experimentación creadora, lo cual la convertía en sujeto y objeto de transformación de la realidad cultural en la Isla. Para la mayor parte de los intelectuales y artistas de aquel momento, el desarrollo del programa revolucionario representaba el progreso. Estas condiciones hacen posible que, por ejemplo, jóvenes escritores como Jesús Díaz y Juan Valdés-Paz, en el texto Vanguardia, tradición y subdesarrollo —número 5 de la Revolución y Cultura de 1968— afirmen "que las vanguardias culturales, hasta aquí condenadas virtualmente a la clandestinidad histórica, constituyen sus aspiraciones en políticas".

Es precisamente en la consecución de estas aspiraciones donde el proyecto de la vanguardia artística, conciente de un panorama de subdesarrollo sociocultural y, por tanto, centrada en buscar nuevos lenguajes y conceptos con los que reinventar las categorías interpretativas de la tradición cultural cubana, entronca con el proyecto de la vanguardia política revolucionaria. Para Rafael Hernández —La otra muerte del dogma, en La Gaceta de Cuba de 1994—, esta vanguardia política ya ha asumido en cierto sentido el papel de vanguardia intelectual, "en la medida en que produjo la ruptura con viejos esquemas y la apertura de nuevas visiones sobre la realidad nacional e internacional". Sin embargo, la confluencia en puntos importantes del programa de ambas vanguardias no es suficiente para que el matrimonio entre el poder revolucionario y la intelectualidad se consume.

Hacia finales de los sesenta, la revolución toma una serie de medidas dirigidas a eliminar aquellos símbolos y representaciones que, en el orden económico, político e ideológico, significaban la existencia de un espacio plural. En esta llamada "Ofensiva Revolucionaria", el Gobierno enfrenta abiertamente y barre lo que podía quedar de independencia en el campo del pensamiento. Pero la revolución necesitaba controlar el capital simbólico del que, en el plano sociocultural, los artistas e intelectuales eran portadores. En otras palabras: precisaba apropiarse de esos distintivos y representatividad social, empleándolos para desarrollar aquellos vectores de su programa que le legitimarían a la hora de abordar a corto y largo plazo el adoctrinamiento de las masas. El poder revolucionario pretendía, además, que en la operación los intelectuales convocados prescindieran de su individualidad creativa y distanciamiento crítico, o lo que es lo mismo, les exigía que desecharan, de forma conciente y militante, la ya de por sí desarticulada autonomía expresiva del campo cultural. Desde entonces, este último gravita alrededor de un centro político que en un primer momento intentará animarlo, dando muestras de tolerancia y simpatía por la actividad artística, pero que más tarde —ya controlado el campo y neutralizada su capacidad de generar respuestas— se dedica a dictar el contenido de la producción intelectual.

Esta postura denota, en buena medida, el peligro que representaba la actividad crítica para el rumbo totalitario tomado por la revolución y, por ende, la desconfianza política de que eran objeto los intelectuales y artistas. ¿Cómo argumentar esta actitud de manera que resultara lo menos sospechosa posible de cara al paulatino control de la esfera cultural? La dirigencia revolucionaria comienza, por un lado, a reprocharle a los intelectuales su escasa participación en la lucha contra Batista. Por el otro, a utilizar una retórica marxista esclerótica, articulada sobre la base del discurso nacionalista: comienza a desentrañar la "tradicional mentalidad pequeña burguesa" de la clase pensante. Ambas tácticas cierran el círculo, y el estigma de no ser "auténticamente revolucionaria" empieza a planear sobre la producción intelectual. Según Fidel Castro, el verdadero intelectual o artista revolucionario sería "aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la revolución". Aquí se plantea ya el desgarrante dilema enfrentado por el creador cubano tras 1959: quiere apoyar y servir al proyecto cultural revolucionario, pero mantenerse fiel a su vocación literaria o artística. Una situación que se agudiza a medida que las facciones identificadas con los dogmas seudo-marxistas se van haciendo con el poder.

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