Viernes, 20 diciembre 2002 Año III. Edición 520 IMAGENES PORTADA
Opinión
El postcomunismo y el hombre en Cuba

por RAFAEL ROJAS, México D. F. Parte 1 / 3
Manifestación
Mitin en Cuba: ¿Imágenes de un naufragio?

El 20 de agosto de 1940 un piolet quebró el cráneo de León Trotski en Coyoacán. Aquel cerebro, ahora desgarrado, había concebido un tipo de revolución social inagotable, capaz de regenerarse eternamente desde el poder, que sólo "terminaría con la liquidación completa de la sociedad de clases en el mundo". El asesino, Ramón Mercader, tras veinte años de cárcel en la prisión mexicana de Lecumberri, viajó a Moscú vía La Habana, donde tuvo que eludir el rechazo de un puñado de socialistas liberales, encabezados por Carlos Franqui y Guillermo Cabrera Infante. La Unión Soviética de Jruchov agradeció de mala gana los servicios del viejo agente de la KGB, quien languidecía de falta de reconocimiento por su heroica acción. En 1964, el Gobierno de Fidel Castro, en un gesto amistoso para con el Kremlin, abrió sus puertas al asesino de Trotski. En Miramar, un lujoso barrio recién abandonado por la burguesía habanera, vivió Ramón Mercader hasta su muerte, en 1978. Ya para entonces la introducción del estalinismo en Cuba se había consumado.

Stalin asesinó literalmente la idea de una revolución imperecedera dentro del socialismo. Todos los Estados comunistas creados en el mundo a partir de 1945 fueron, de alguna manera, emanaciones de aquel crimen. Cuba, el único de esos Estados en América, no fue una excepción. El régimen político que se construyó en la Isla, entre 1968 y 1975, luego de una guerra civil de diez años y algunos tanteos guevaristas, que habrían expandido la revolución permanente hacia América Latina, fue una adaptación cubana del sistema constitucional soviético de 1936. En la Isla, al igual que en Europa del Este, las modalidades nacionales dentro de la órbita soviética tuvieron que ver más con los estilos que con las instituciones, con las culturas que con los Estados, con las costumbres que con los gobiernos.

Aunque redactada 40 años después, y en medio del Caribe postcolonial, la Constitución cubana de 1976 reprodujo casi al pie de la letra los capítulos I, II y X del texto constitucional de Stalin, aprobado en 1936 por el VII Congreso de los Soviets. De aquellos capítulos, referidos a la "organización de la sociedad y el Estado" y a "los derechos y obligaciones fundamentales de los ciudadanos", sólo fueron desechados el orden federal y la institución de los soviets, que fue reemplazada por los órganos locales, provinciales y nacionales del Poder Popular. El artículo 5° del texto cubano, que consagraba al Partido Comunista como la "fuerza dirigente superior de la sociedad y el Estado", fue un calco del 126° de la ley estalinista, el cual aludía a un "núcleo dirigente de todas las organizaciones tanto sociales como políticas".

La Revolución Cubana murió el día en que fue colocada la última piedra del edificio comunista. A partir de entonces, las elites habaneras esperaban acomodarse en sus oficinas tropicales, mientras la maquinaria institucional del socialismo "realizaba el objetivo de edificar la sociedad comunista" en una isla del Caribe. Bajo la seguridad del manto soviético aquellas elites estuvieron dispuestas, incluso, a cumplir la misión que Nicolai Bujarin encomendara a los intelectuales estalinistas: "conservar intactas las bases ideológicas y políticas del régimen..., combatir sin cesar cualquier revisión del leninismo y, en especial, la teoría trotskista de la revolución permanente".

A mediados de los 80, Mijaíl Gorbachov llegó al Kremlin para perturbar el sueño de los comunistas cubanos. En ese momento, la que era ya una Revolución Institucionalizada comenzó a transformarse, aceleradamente, en un Estado postcomunista que administra los conflictos sociales generados por el cambio revolucionario de los años 60 y 70. Entre tantos conflictos —los viajes de la comunidad cubanoamericana, el éxodo del Mariel, la decadencia del movimiento revolucionario en América Latina, Asia y África...— acaso el más acuciante fue la emergencia de una generación, favorecida por los programas sociales del Estado, que reclamaba nuevos derechos —libertades públicas, trabajo remunerado, mercado de productos básicos, calidad de vida, comunicación intelectual con el mundo—, los cuales no hacían más que reflejar las expectativas de una juventud altamente instruida y calificada. Los postcomunistas cubanos, como señala Iván de la Nuez, conquistaron esos derechos por muchas vías: una balsa o una empresa mixta, un paladar o un cargo público, un "trabajo por cuenta propia" o un "pariente en el exterior", un libro bien editado o una obra de arte bien vendida.

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