Miércoles, 11 diciembre 2002 Año III. Edición 513 IMAGENES PORTADA
Opinión
¿Elecciones para qué?

por MANUEL CUESTA MORúA, La Habana  
Castro
Washington, abril de 1959. Fidel Castro
junto al entonces vicepresidente Nixon:
2 horas y 20 minutos a solas con el enemigo

La historia me absolverá, el alegato de defensa de Fidel Castro en el juicio por el asalto al Cuartel Moncada, fue la denuncia justificadora de la revolución cubana. "¿Elecciones para qué?", interrogante del propio Fidel Castro una vez consumado el triunfo, fue su concepto iniciático.

Mientras que el proceso que culminó en 1959 tomaba inspiración de lo que también se conoce como el "Programa del Moncada", la "revolución necesaria" podía entenderse en la lógica occidental: restauración más fuga hacia delante. Esto es, restaurar la democracia y profundizar su alcance social, económico y cultural. Pero cuando esa misma revolución asambleó al pueblo para mantener con él una conversación cara a cara, inició con ello el coup de force mediante el cual la restauración prometida se convirtió en promesa instaurada. Así, las elecciones —en todo su concepto y con toda su parafernalia— perderían sentido en el futuro: ya no habría opción para elegir entre el programa y los candidatos de la revolución y el programa y los candidatos de un partido cualquiera.

De este modo la democracia, destruida de hecho por el golpe de Estado de 1952, fue suprimida de derecho por el contragolpe revolucionario de 1959. Lo curioso es que la legitimación de este último se alimentó de la deslegitimación del primero para luego demostrar, retrospectivamente, que lo ilegítimo no era Batista —¿de dónde, además de Batista, iba la revolución a sacar su impulso externo?—, sino el régimen que éste destruyera. Si los partidos de la democracia suprimida en 1952 fueron un estorbo para los castrenses de entonces, la democracia de partidos perdería carta de naturaleza para los guerrilleros de 1959.

Dígase lo que se diga, la revolución cubana siguió de esta manera el curso lógico de todas las revoluciones que han sido: el de preguntarse para qué sirven las elecciones. Porque es cierto que cuando aquellas abren el nuevo espacio político que inauguran a la competencia de los ciudadanos auto-organizados, dejan por eso mismo de ser revoluciones. Razón por la cual una revolución no puede ser democrática. Si deja que participen los que no la hicieron, lo hace a condición de que no inviertan la pregunta: ¿No-elecciones, para qué? Y si deja que pregunten los que la hicieron, lo hace con otra condición: la de que hagan su última pregunta.

El pasado mes de octubre, cuando se eligió a los "delegados municipales del Poder Popular" en Cuba, era totalmente lícito lanzar la pregunta iniciática de la revolución: ¿Elecciones para qué? ¿Tienen estos delegados electos algún nuevo programa en su cartera? ¿Representan a algún partido o a alguna corriente de pensamiento distintos a los oficiales? ¿Hay delegados independientes que, detestando ellos también la democracia de partidos, tengan propuestas diferentes?

Sin embargo, el estudio de los sistemas políticos debe conceder que teórica y prácticamente es posible concebir una democracia revolucionaria —no occidental— y, por lo tanto, un sistema legítimo de elecciones.

Los que defienden el carácter democrático del actual régimen político y de su sistema electoral, lo hacen muy mal. Parten de las mismas premisas de sus críticos: participación popular, nivel de abstención, porcentaje en la votación, ausencia de campaña política y de candidatos demagogos que presentan programas —cuando los tienen— que no cumplen, generando cansancio y desconfianza en los electores. Por este camino nunca van a convencer a los occidentales, dentro y fuera del patio, porque siempre dejan irresuelta la pregunta de por qué los candidatos electos pertenecen siempre a las instituciones legitimadas por la revolución.

La idea de una democracia revolucionaria, en teoría y práctica, puede nacer de un estudio profundo de las revoluciones institucionalizadas. Las revoluciones en movimiento aniquilan la concurrencia política pacífica: en ellas sólo es factible ganar el espacio político mediante la violencia. Las revoluciones institucionalizadas destruyen la idea misma de concurrencia política: la sustituyen por la concurrencia administrativa. Y cada cierto tiempo deben abrir la competencia a los candidatos a administrar —el derecho político de administración es aquí un tema aparte— las ideas y los bienes de la revolución, única hacedora de programas.

Sí hubo, pues, elecciones municipales el pasado octubre (y las habrá, provinciales y nacionales, el próximo 19 de enero). Resultaron y resultarán electos buenos, o malos, administradores políticos.


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