Viernes, 22 noviembre 2002 Año III. Edición 500 IMAGENES PORTADA
Opinión
El postcomunismo y el hombre en Cuba

por RAFAEL ROJAS, México D. F. Parte 3 / 3

El avance del postcomunismo cubano se ha producido a contrapelo de una retórica continuista que intenta fijar a la Revolución de 1959 como el principio de una nueva era, perpetua y feliz, en la historia de Cuba. De ahí que muchos eventos conflictivos de los últimos años —la visita del Papa en 1998, el caso del niño Elián González entre 1999 y 2000, el viaje del ex presidente Carter en la primavera de 2002, la reforma constitucional a favor de un "socialismo irrevocable", las primeras compras de medicinas y alimentos norteamericanos...— hayan sido concebidos como ceremonias de continuidad que, a la vez, implican evidencias de ruptura con el orden revolucionario. Esta falta de reconocimiento del cambio clausura el debate público sobre la transición y, lo que es más grave aún, perpetúa el rechazo del régimen a conceder derechos políticos a una oposición a la que descalifica como mero "agente del imperialismo yanqui".

El discurso de la subsistencia del mito revolucionario cubano ha logrado, en los últimos años, penetrar el mercado simbólico de Occidente a través de la venta de imágenes nacionales. La economía cubana, incapaz ya de vender azúcar, tabaco, café, níquel o productos farmacéuticos y biotecnológicos a altos precios, vende ahora la nostalgia de la Revolución, mezclada con los tópicos más burdos de la sensualidad y el erotismo insular y con el morbo antropológico de una "comunidad diferente", que resiste y, a la vez, añora la sociedad de consumo. Cuba se ha convertido en un país monoexportador de símbolos turísticos que cierto público occidental, más dado a la peregrinación que al viaje y, por tanto, más sensible a la alegría que a la tristeza de los trópicos, consume profusamente. En sus peregrinaciones a La Habana estos nuevos viajeros, devotos y hedonistas, buscan, como decía Lévi-Strauss, expiar la culpa que sienten como criaturas consumistas. Sólo que expían esas culpas occidentales devorando compulsivamente los mitos y las nostalgias de una Revolución agotada.

En esa mercadotecnia simbólica, donde conviven la santidad revolucionaria del Che Guevara y la carnalidad frenética del Caribe, el Gobierno cubano aparece siempre como una víctima de Estados Unidos. Una víctima, por cierto, que sufre porque Estados Unidos le niega lo que ella desea, esto es, el acceso a Estados Unidos. Cuba funciona en el mercado de los símbolos mundiales como un ejemplo de resistencia al capitalismo. Pero la principal demanda del Gobierno cubano es que Washington levante ese absurdo embargo comercial contra la Isla, que ya dura más de cuatro décadas, para poder desarrollar a plenitud un nuevo tipo de "socialismo", abastecido por el capitalismo mundial. En la práctica, ya lo sabemos, ese nuevo tipo de "socialismo" no es más que un viejo tipo de capitalismo: el capitalismo de Estado, dirigido por una "vanguardia" empresarial.

Esta ambivalencia de discursos y prácticas produce una subjetividad atormentada por múltiples desdoblamientos morales que recuerdan a aquellas criaturas centáuricas, a medio camino entre el Antiguo Régimen y la Revolución, descritas por el Che Guevara en El socialismo y el hombre en Cuba. Ambas transiciones —la del capitalismo al socialismo y la del socialismo al capitalismo— se parecen en eso: crean sujetos ambivalentes, repartidos entre dos edades de la historia. Individuos que odian a Miami y viven de sus remesas, que rechazan el capitalismo pero lo practican, que aborrecen el imperio simbólico norteamericano mientras lo imitan en pequeña escala, que sufren por la pobreza latinoamericana pero justifican la pobreza cubana, que escudriñan los defectos de la democracia occidental y aceptan la permanencia de una misma persona en el poder durante 44 años.

No hay vileza en esa subjetividad escindida. Hay, de hecho, cierta dignidad. La de quienes aceptan el capitalismo porque la historia mundial lo impuso o la de quienes conciben la economía de mercado como un medio que permitirá mantener una distribución equitativa de la riqueza y preservar las garantías sociales de la Revolución. Sin embargo, esa dignidad se verá siempre acosada por el equívoco moral y la cínica simulación mientras no se admita públicamente el cambio estructural del sistema y se acepte el reto de construir un nuevo Estado, socialmente responsable, en condiciones democráticas. Hasta que llegue el día de esa convergencia entre los discursos y las prácticas del poder cubano, el postcomunismo será un interregno ambiguo, proclive a los abusos simbólicos y las fórmulas autoritarias.

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