La estrategia de las manzanas |
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Tras la ruptura gradual del embargo que avisan el Senado estadounidense y el Puerto de La Habana... una mirada a los múltiples escenarios de la transición en Cuba. |
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por JORGE A. POMAR, Colonia |
Parte 1 / 3 |
Hace una docena de años, durante una tertulia en su exiguo pero cálido estudio de La Habana Vieja, un novelista recién regresado de Europa hizo la siguiente confesión:
—Toda la historia de Cuba antes y después de 1959 no demuestra más que una cosa: que no sabemos gobernarnos y, en mi modesta opinión, lo más probable es que nunca aprendamos a hacerlo. Por eso creo que tal vez hubiera sido mejor para Cuba que los americanos se hubiesen anexado la Isla.
En verdad, su desplante anexionista pudiera escandalizar, tomarse como un rebote bilioso en un hombre que por todo lo demás es más cubano que las palmas y que, en su inútil lucha por desarraigar de su personalidad esa cubanía visceral que tanto lo atormenta, acaso acabará por hacerse a sí mismo un daño irreparable.
Sin embargo, lo cierto es que la situación nacional a comienzos de la década de los 90 era realmente apocalíptica, y no sólo por la numantina consigna de "socialismo o muerte", obsesivamente repetida a todas horas y en todas las paredes. Después del aparatoso desplome del campo socialista y el entierro de las últimas esperanzas de reforma con el sumario fusilamiento del general Ochoa y sus compañeros de causa, una sorda ola de suicidios, mutis por el foro y defunciones espirituales estremece la Isla, convertida en una "nave de los locos" tras el —para muchos de los de dentro y de fuera— período de discreto encanto del castrismo en los 80, bastante más desahogado en lo material, algo menos intolerante e ilusoriamente abierto a ciertas posibilidades de apertura.
El país tocó fondo y aún bucea a profundidades abismales. Pero el castrismo logró sobrevivir a la crisis merced a unas reformas cosméticas que indudablemente apuntalaron el régimen, permitiéndole durante unos años volver a pregonar a los cuatro vientos su ya proverbial capacidad de renacer de entre sus cenizas. A principios de la década actual, empezó a desvanecerse la nueva euforia oficial y al presente el Gobierno cubano enfrenta la peor crisis económica y de credibilidad nacional e internacional en su larga andadura.
A la crisis de la renaciente industria turística y la merma de las remesas de los exiliados a raíz de los atentados del 11 de septiembre, la sostenida caída de los precios del azúcar y el níquel, el simultáneo cese de la generosa inyección de petróleo venezolano, el cierre de los créditos extranjeros, la tardía reestructuración de la industria azucarera y un largo etcétera de calamidades económicas, se suman el enfriamiento de las relaciones con Rusia y la Unión Europea y la mayor crisis con América Latina desde la reunión de la OEA en Punta del Este, en 1961. Como consecuencia de la baja de la cotización del peso cubano y el aumento de los precios de numerosos artículos básicos del mercado dolarizado, ha vuelto a caer en picada el ya miserable poder adquisitivo de la población.
En medio de este nuevo cuadro desolador el castrismo busca —y parece estar encontrando— una nueva tabla de salvación, arrojada, paradójicamente, por crecientes sectores políticos y económicos del enemigo del Norte. Y en efecto, el proverbial olfato político de Fidel Castro no lo engaña: una Comisión Senatorial del Congreso estadounidense acaba de levantar la anticonstitucional prohibición de viajar a Cuba para los ciudadanos norteamericanos. Se da por sentado que la Cámara de Representantes volverá a votar a favor de la medida, dejando a Bush ante la incómoda alternativa de recurrir al veto presidencial. Cosa que hará sin falta, a no ser que se produzca una sorpresa.
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