Lunes, 22 julio 2002 Año III. Edición 414 IMAGENES PORTADA
Opinión
Pilatos y el guiñol de las muchedumbres

¿Puede confiarse a estas alturas en presuntas manifestaciones espontáneas que son más representación teatral que alistamiento ideológico?
por MICHEL SUáREZ, Valencia Parte 1 / 2
F. Castro
¿Soponcios y Pilatos?

Jamás las masas fueron tan injustas y sugestionables como aquel día de fiesta en que el gobernador Poncio Pilatos preguntó a la multitud, en Jerusalén, a quién debía liberar, si a Barrabás o a Jesús. Las fuentes bíblicas narran con lujo de detalles la unanimidad de la respuesta. Increíblemente, la amnistía benefició al criminal, y al preguntársele por la suerte del más tarde reconocido como Hijo de Dios, el pueblo vociferó: ¡Sea crucificado! Entonces Pilatos se lavó las manos y cumplió el veredicto, que tenía en los sacerdotes a sus verdaderos instigadores. Solamente seis días antes, Jesús había sido recibido honorablemente por el mismo grupo de personas.

Un gentío similar, varios siglos después, tampoco tuvo reparos en vitorear —con idéntica intensidad— tanto la cabeza de Luis XVI como la de Maximiliano Robespierre, luego de que cayera sobre ellos la sangrienta guillotina de la Revolución Francesa. Pocos se han atrevido a valorar cuál de las dos "fiestas" fue más celebrada por el público.

Pero, ¿qué resortes son capaces de mover la conciencia popular hacia determinados fines fuera del sentido común, la lógica o la justicia? ¿Qué ha posibilitado —por ejemplo, en Cuba—, que millones de personas asistan masivamente a las concentraciones políticas del régimen, como este último miércoles, más allá de las consabidas presiones internas? Más de nueve millones de ciudadanos, según las generosas cifras aportadas por La Habana, desfilaron en todo el país. "Un pueblo patriótico y firme", como diría con su habitual maniqueísmo algún locutor de la televisión nacional. Nada nuevo bajo el sol.

A lo largo de la Historia más de un líder ha "dormido en los laureles" a una nación entera. En 1920, el propio Adolfo Hitler —mucho antes de obtener el poder y organizar sus famosos desfiles militares ante el narcotizado pueblo alemán— escribió en su reveladora obra Mein Kampf que las reuniones de grandes muchedumbres eran imprescindibles en tanto se sometían a la influencia de lo que él llamó "sugestión de la multitud". Según Hitler, el hombre que asistiera lleno de dudas y vacilaciones a una de estas asambleas saldría fortalecido por el "efecto vigorizador y estimulante de la mayoría". El fuhrer, además, estaba ya convencido de que la "violencia verbal" era conveniente y necesaria para mantener el control de las masas.

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