Viernes, 19 julio 2002 Año III. Edición 413 IMAGENES PORTADA
Opinión
Blanca Nieves y la estúpida eternidad

El último acto del monólogo al que algunos todavía llaman 'revolución', también tuvo música de fondo. La puso el diputado Silvio Rodríguez.
por ANTONIO SáNCHEZ GARCíA, Caracas  
Silvio Rodríguez
Cantautor Rodríguez, diputado a la Asamblea Nacional:
Sí al socialismo 'irrevocable'

Fidel Castro ha llegado a un grado de patetismo verdaderamente estremecedor. Pasando por sobre todas las leyes del materialismo dialéctico ha decidido corregirle la plana a los viejos maestros alemanes y, a la mejor manera de la inquisición renacentista y el cura Torquemada, quiere decretar que la historia no existe. De un plumazo que tiene mucho de parodia y opereta, en medio de una solemnidad propia del más rancio estalinismo, ha obligado a sus asambleístas a dictar una ley por medio de la cual se declara que el régimen imperante en Cuba es eterno e inamovible. Así de simple. Carlos Marx lo estará musitando desde su tumba londinense: epur si muove.

Para conocimiento de quienes aún no se hayan enterado, según Marx la ciencia de las ciencias es la historia. Y como consideraba que todo lo humano es perecedero, también consideraba perecedero su propio sistema filosófico y lo que de él se derivase, incluido, naturalmente, el socialismo. Uno de sus más grandes discípulos —el filósofo italiano Antonio Labriola— sacó el adecuado colofón mirando hacia aquellos autócratas que ansían detener la historia, y dictó que "sólo la estupidez es eterna". Por estos días, Fidel ha ingresado triunfal, a través de un decretazo, a esa estúpida eternidad. Su decisión de paralizar las veleidades del tiempo dentro de los límites de su Isla y declarar al socialismo congelado para siempre "por decreto del pueblo", bordea la más insólita de las estupideces, la de Blanca Nieves y su sueño eterno.

No se sabe si Fidel Castro sigue, en este desvarío de chochera autocrática, al beatísimo teólogo georgiano Iosiv Vissariónovic Dzhugashvili, convertido al socialismo y transformado en un sangriento dictador llamado Stalin, quien no sólo pretendió detener la historia, sino convertir al marxismo en religión de Estado. O si más bien se ha contaminado con el constitucionalismo de su pedestre discípulo menor, el también caribeño teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías, quien cree que la historia puede ser dictada a dedo y encerrada en una constitución en miniatura. De la mano de ese atado de leyes en conserva, también cree Chávez que detener la historia es posible. Aunque el precio le va resultando demasiado caro. Para lograrlo se ve en la obligación de seguir la huella del georgiano y del habanero, aplastando con la fuerza de la represión la voluntad de la historia por imponer su más profunda exigencia: la transformación inevitable de este lamentable estado de cosas.

Imponer la eternidad por decreto: a ese nivel de miseria espiritual ha caído la promesa de utopía socialista con que aún se enjuaga sus pocos dientes el inefable dictador cubano. Con tan insólita decisión ya penetró en el universo de lo real maravilloso, convirtiéndose en personaje de una ficción garcíamarquiana. Ni siquiera: el patriarca de la otoñal novela podría vender el océano, pero no se atrevió a decretar la inexistencia del agua.

El socialismo cubano es inamovible... Dios, qué razón tenía Labriola. Pasarán los hombres y los días, y la estupidez seguirá tan campante. Como para que el diputado Silvio Rodríguez le dedique una épica canción trovadoresca. ¿Qué estará diciendo Carter?


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