Lunes, 15 julio 2002 Año III. Edición 409 IMAGENES PORTADA
Opinión
La perfecta alternativa

¿Puede aspirar Cuba a una transición similar a la española, ajena a revanchismos, traumas y caos económicos?
por MICHEL SUáREZ, Valencia Parte 2 / 2

Se sabe que Raúl Castro no es el hombre del futuro cubano. No sólo porque carga sobre sus hombros 70 pesados años, sino porque su capacidad de dirección tiene el sello de su hermano y la autonomía podría quedarle grande ante la ausencia del mentor. Claro que estas mismas consideraciones servirían tanto para endurecer y militarizar el actual sistema como para hacerlo naufragar. Habitualmente, Castro II se ha encargado de proyectar una imagen diferente, de acercamiento a los problemas de la gente, de soluciones prácticas y compensatorias, como lo fueron los mercados agropecuarios y los trabajadores por cuenta propia en 1993. Pero esta línea de trabajo, afincada únicamente a lo pragmático, así como su falta de carisma, escaso poder de convocatoria e inexperiencia en materia de política internacional, podrían significar un viraje hacia un régimen más represivo, concentrado en conservar el poder.

En caso de que se produjese la llamada solución biológica, todas las leyes del país privilegian a Raúl Castro. Es el primer vicepresidente del Consejo de Estado y, lo más importante, el segundo secretario del Partido Comunista de Cuba. De llegarle primero la hora al también Ministro de las Fuerzas Armadas, quedarían entonces algunos nombres "presidenciables": Juan Almeida Bosque, Felipe Pérez Roque y Ricardo Alarcón forman el trío de segunda línea en la sucesión, aunque ninguno de ellos garantizaría una transición plena. Unos, por no ser más que políticos clonados a imagen y semejanza del Comandante en Jefe; otros, como Alarcón, por ser hoy por hoy de las figuras más siniestras de la política cubana.

Más cercanos a una presunta reforma están Carlos Lage, José Luis Rodríguez y Abel Prieto, quienes sin abandonar sus tendencias izquierdistas —lo cual no es pecado: Fidel ni por asomo lo es—, podrían desde el pensamiento y la concordia buscar salidas efectivas, pero graduales; profundas, pero inteligentes.

Algunos no concordarán con la idea de que ninguna transición hubiera sido más pacífica y ordenada que la que hubiese emprendido el propio Castro para luego abandonar la silla. Si realmente hubiera deseado un cambio sin traumas graves, sin ambientes vengativos ni clásicos "sálvese quien pueda", habría encabezado ya el camino hacia la democracia. Empero, Fidel se quiere demasiado a sí mismo. Ahora modifica su propia Constitución, pretendiendo que el socialismo cubano sea inamovible hoy y siempre, ignorando que las leyes las cambian los hombres y ese acto, por sí solo, no garantizará su permanencia ideológica más allá de la muerte. El gobernante se ve eterno, aferrado a su monarquía, y bajo ningún concepto va a arruinar su "coherente" carrera de pistolero, revolucionario e invicto antimperialista, a la que una "concesión" democrática empañaría.

Es de suponer que una transición democrática en Cuba debería mirarse en el espejo de lo ocurrido en España, en cuanto a las estratégicas actuaciones del rey y el presidente de gobierno Adolfo Suárez, que incluso permitieron la legalización del Partido Comunista jugándose el todo por el todo. No obstante, un cambio en Cuba pasa, también, por la actitud del exilio. Afortunadamente, recientes encuestas han revelado que el 79 por ciento de los exiliados cubanos en Estados Unidos prefiere la transición gradual y pacífica, y un 56 por ciento está dispuesto a perdonar a los funcionarios de la dictadura. Buena señal para enfrentar el porvenir.

De cualquier manera, mientras España celebra los 25 años de la libertad y se felicita a sí misma por el tino de sus líderes en la consecución de la democracia plena, en Cuba parece no haber enfermedad que lleve al sepulcro al "Máximo Líder", ni mucho menos futuro rey que salve al país de un vacío de poder.

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