Martes, 25 septiembre 2001 Año II. Edición 199 IMAGENES PORTADA
Opinión
La sombra del caudillo

El personalismo en Latinoamérica: una respuesta cultural al descrédito de las instituciones tradicionales.
por ARMANDO AñEL  

Si existe una cultura "latina" ésta es, en su versión más pura o categórica, una cultura del protagonismo: todo protagonista es también un actor. Y en esto de la actuación los latinos somos —voy a asumir la denominación con total desenvoltura— inveterados especialistas. Casanova y Don Juan, latinos por antonomasia, paradigmas de lo que entendemos hoy día por seductor, fueron, qué duda cabe, actores de gran calibre. Actores y hombres fuertes, personajes cuya "misión histórica" consistió en poseer y reducir por la fuerza de la palabra, de la hipérbole, o lo que es lo mismo, de la actuación. Y del engaño. La palabra engaño tal vez suene demasiado ruda, pero no se me ocurre otra más efectiva. Ciertamente, expresa mucho mejor que las anteriores el sentido de lo que se quiere dar a entender.

F. Castro
Fidel Castro en un acto oficial

El caudillo latinoamericano, como expresión de una cultura basada más en la forma que en el contenido —una cultura visual o auditiva, no reflexiva—, no es sino ese actor o seductor de que hablábamos irrumpiendo en el campo de la política. La mujer, es decir, la masa, el pueblo, la ciudadanía, es para él, por partida doble, un objeto de deseo y un instrumento que debe poner a su servicio. Cuando la política deja de ser el escenario desde el cual se intenta construir la ciudad posible para convertirse en una herramienta en manos del caudillo, la democracia termina siendo un eufemismo. Es la imagen convencional que tradicionalmente nos ha regalado Latinoamérica: un hombre fuerte, un seductor, sobre cuyos hombros descansa la responsabilidad de salvar el país. Lógicamente, no es habitual que un actor sea un gran estadista, o economista, o administrador. Mucho menos que un Casanova se dedique a salvar cosas. Los Casanovas seducen, poseen, aunque para llegar a hacerlo le hayan prometido a sus víctimas la tierra y el cielo, y siempre, una y otra vez, el paraíso.

Chaplin, que curiosamente era inglés, dijo en cierta ocasión que la vida no era significado, sino deseo. Si fuera lo primero para los millones de hombres y mujeres que sobreviven al sur del río Bravo, este artículo carecería de actualidad. "La democracia es una apertura de crédito al homo sapiens, a un animal suficientemente inteligente para saber crear y gestionar por sí mismo una ciudad buena. Pero si el homo sapiens está en peligro, la democracia está en peligro", argumenta Giovanni Sartori en Democrazia, cosa 'e. La cuestión rebasa entonces el marco de lo estructural y se instala en el de lo social. La relación de dependencia emocional y política que mantiene el ciudadano latinoamericano con el caudillo de turno o el propio Estado —relación de suma cero en la que unos esperan lo que otros son incapaces de darle— explica, sin excluir otras razones, por qué la democracia en la región es, única y consecuentemente, la silueta de sí misma.

El caudillo es el resultado del descrédito de las instituciones tradicionales. Ante la gestiones torpes o corruptas de un Estado gigantesco, burocratizado hasta extremos surrealistas, de unos políticos carentes de legitimidad social, el seductor aparece como la esperanza más a mano, más concreta. Un seductor que habla el idioma que el público quiere escuchar, que repite la tonada que el auditorio está dispuesto a corear. Alguien que aparece como un especie de salvador, de redentor. Como se dice en Fabricantes de Miseria, "ésa es la función de los caudillos: tomar personalmente y de manera inconsulta las decisiones que afectan al conjunto de la sociedad; sustituir la voluntad popular por la de una persona a la que se le atribuyen todas las virtudes y talentos, y en cuyo beneficio la mayoría o una sustancial cantidad de ciudadanos abdica de sus facultades de pensar por cuenta propia". Porque si la democracia no funciona —entendida como estructura que garantiza los derechos de la ciudadanía, el desarrollo, el bienestar social—, hay que hacerla funcionar a la fuerza. Así piensan quienes le confían tan "engorrosa" tarea a los caudillos. Aparentemente han escogido al hombre fuerte, capaz de llevar a puerto seguro la nave de la nación, cuando en realidad han sido seducidos, manipulados por éste.


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