Miércoles, 27 noviembre 2002 Año III. Edición 503 IMAGENES PORTADA
Semblanzas
Baila mozambique

Ñañigo, rumbero, utilizable e incorrecto: un repaso al quehacer sonoro de Pello el Afrokán.
por JOAQUíN ORDOQUI GARCíA, Madrid Parte 1 / 2
Portada

Fue conocido como Pello el Afrokán, aunque su verdadero nombre, "su santo y seña para hablar con las estrellas", era Pedro Izquierdo. O tal vez no. Acaso no hay nombre más verdadero para un humano que aquel que lo define y da a conocer entre sus congéneres. Y aunque Pedro Izquierdo nunca fue del todo ignorado, no hay dudas de que Afrokán, incluso Pello, son sonidos que están cargados de recuerdos para quienes tienen 50 años o más.

No siempre se trata de recuerdos gratos, todo hay que decirlo. Mucho de lo que Pello significó tiene un valor ambiguo y, en algunos casos, francamente negativo. Como muchos de los músicos que eclosionaron en los 60, se le asocia con la imperiosa voluntad del régimen de hacer olvidar lo que ya para entonces eran los gustos naturales de una buena parte de la juventud cubana: Elvis, Paul Anka, el twist, y, un poco después, The Beatles, Rolling Stone, Janis Joplin, Dylan…, ya se sabe. Así, la autarquía musical se vio simbolizada en figuras como Pacho Alonso o Pello, con que la radio y la televisión bombardeaba a los oyentes segundo a segundo, "para contrarrestar la penetración extranjera" que encarnaban los anglosajones y de quienes las autoridades, fecundas en ignorancias, desconocían por completo su carácter antisistema.

Además, Pello era negro, rumbero, excelente percusionista, nacido en Jesús María, vulgar, talentoso showman. Conducía un Cadillac descapotable y se paseaba, por la vida y por los escenarios, rodeado de rubias no del todo naturales, pero para muchos despampanantes. Es decir, era políticamente utilizable y, simultáneamente, incorrecto.

El resultado de esas mezclas poco frecuentes es que Pello tuvo su hora de gloria, pero ésta fue efímera y tanto su fulgor como su olvido estuvieron cargados de connotaciones extramusicales. En realidad, habría que preguntarse si alguna vez fue tomado en serio.

El solo hecho de combinar doce tumbadoras, dos bombos, tres campanas y una sartén con una batería de cuatro trompetas y tres trombones tiene algo de grandeza monstruosa, como las aventuras habaneras de Luis Moreaux Gottschalk, quien no sólo reunió 40 pianos para el estreno de su tercera sinfonía, Una noche en el trópico, en 1861, sino que trasladó de Santiago de Cuba a todo un cabildo africano con sus tambores para que ocuparan el centro del escenario. Aunque, como señala Díaz Ayala, Pello encontró un referente más cercano en la banda de 50 músicos (más de la mitad percusionistas) organizada por Enrique Bonne en 1962, es decir, un siglo y un año después de la primera incursión percutiva afrocubana en un teatro de blancos, organizada por el músico lousiano.

En realidad, como también apunta Ayala, las grandes formaciones percutivas no eran una novedad, pues no otra cosa han sido los grupos que acompañaban a las comparsas de Santiago de Cuba y La Habana en el deambular carnavalero, es decir, las encargadas de la interpretaciones congueras. Lo novedoso (si descontamos el antecedente mencionado) fue su incursión en espacios cerrados y en la programación (demasiado) cotidiana de la radio y la televisión. También se presentó como novedad, en su momento, el ritmo mozambique, creación de Pello, inseparable de su buena o mala fama. El próximo año se cumplirán 40 años de la primera presentación del Afrokán y su nuevo ritmo, así que la distancia temporal parece suficiente para intentar un juicio ponderado.

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