Lunes, 18 noviembre 2002 Año III. Edición 496 IMAGENES PORTADA
Música
Una mosca en la sopa

El Casco Histórico de La Habana Vieja alberga a una nueva clase de músico, asalariado de la propina: el sopero.
por JOSé HUGO FERNáNDEZ, La Habana Parte 1 / 2
Bodeguita del Medio
Bodeguita del Medio, La Habana Vieja

Igual que al loco de Eliot, a Carlos Terry le habría gustado hacer girar la rueda en la que él mismo gira. Pero vive en Cuba. "Y aquí —dice— el que se las da de redentor termina en la cruz". De modo que prefirió decantarse por el oficio de "sopero".

Ahora pasa las noches en el Bar Monserrate, tocando el bajo con Sangre Caliente, un septeto de son-timba que arma demasiado ruido para su gusto, pero que mal que bien le ayuda a ganarse los frijoles.

Su caso es uno entre el montón. Aun cuando Carlos ponga empeño en situarse detrás de la barrera: "No soy un metecabeza, mucho menos un payaso de los turistas. Trabajo en esto porque es lo único que tengo a mano, pero no me agrada ser confundido. Soy músico de academia, he tocado en muy buenas agrupaciones. Soperos hay, sí, muchos, demasiados, pero ser un verdadero artista es otra cosa".

Precisiones cáusticas a un lado, lo cierto es que hoy por hoy los soperos hacen ola en la Isla, y de manera muy particular en los establecimientos que comercializan en dólares dentro del Casco Histórico de La Habana Vieja. No queda allí cafetería, bar, restaurante, hotel, en los que no se les vea integrando agrupaciones musicales de diverso tipo, desde engolados tríos al estilo Taicuba hasta conjuntos soneros por lo general clase Z, que repiten, todos, el mismo repertorio. Estos músicos no cobran un salario por su labor. Dependen de las propinas que les deja caer el turista, razón por la cual suele afirmarse entre ellos mismos que tocan sólo para costear la sopa. De ahí lo de soperos.

Versión moderna de aquel infeliz, mitad vagabundo mitad genio incomprendido, que otrora fue presencia común en las cantinas o en los vehículos del transporte público de la capital, el sopero se define como producto neto de su tiempo y de su medio. Mientras el otro exhibía virtuosismo, mesura y era elegante, de correctos modales, buscando cautivar, o al menos sensibilizar, al auditorio, éste es confianzudo y aun cargante; parece haber asimilado mal aquello de que "el son es lo más sublime", así que no sólo lo interpreta como Dios pintó a Perico, sino que impone sus ruidos a partir del supuesto de que "se debiera morir quien por bueno no lo estime". Mientras el otro cerraba las actuaciones con un ruego que ha pasado a ser clásico del dicharacho popular —"Por favor, cooperen con el artista cubano"—, éste planta la gorra en la nariz de los consumidores y ahí la deja, impertinente, indiscreto, sin decir palabra, o acaso con palabras que, por su pedestre contenido y su tono, mejor le valdría no decir. De la misma manera que el otro se esforzaba por mantener una cierta distancia, mágica que no física, entre el arte y su destinatario, éste impone el tuteo y la chocarrería, exige ser atendido, compele a bailar a las mujeres aunque estén acompañadas, coquetea abiertamente con ellas, "lucha" la invitación a un trago, y todo sin dejar de menearse, mostrando el ombligo, haciendo un cliché más bien ridículo de eso que ahora llaman "la sabrosura del cubano".

No en balde Carlos Terry prefiere deslindarse. Por lo que cuenta, ha formado parte de varias orquestas que hoy son de primera línea en la Isla, pero se vio precisado a abandonarlas por problemas de indisciplina: "Es que no le aguanto frescuras ni a mi madre". También tuvo problemas de conducta cuando estaba en la Escuela Nacional de Arte (ENA), estudiando fagot. "No me gustaba ese instrumento, pero es lo que me tocó, no se podía escoger. Además, de todas formas lo mío era la rumba y el son, y en la ENA no solamente no los enseñaban, sino que además nos tenían prohibido tocar la música popular cubana. Nosotros formábamos grupos musicales clandestinos para tocar son, pero si nos sorprendían podían expulsarnos de la escuela, que es precisamente lo que me sucedió a mí".

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