Jueves, 17 octubre 2002 Año III. Edición 474 IMAGENES PORTADA
Música
Sólo una vez le crece la cresta al gallo

De Celia Cruz a Chirino, de Bauzá a Pedro Luis Ferrer, nuestra música continúa engrosando el inventario de lo prohibido.
por JOSé HUGO FERNáNDEZ, La Habana Parte 1 / 3
Celia Cruz
Celia Cruz

No siempre la tragedia se convierte en comedia al repetirse. A veces es comedia desde el primer día, sin que por ello deje de ser trágica. Un contundente ejemplo puede ser hallado en los edictos que desde hace cuatro décadas establecen la prohibición de intérpretes, autores y/o piezas de la música popular en la radio de Cuba.

Caballo viejo, del famoso compositor venezolano Simón Díaz, estuvo largos años prohibida, porque ya desde el título "anunciaba peligro". A este autor nunca debió pasarle por la mente que su obra sería censurada en la Isla por efecto de una diabólica lista de palabras que no deben ser rozadas ni con el ala de una mariposa. Luego, entre tantas, se le ocurrió escoger nada menos que una de las más resonantes: caballo. Y para colmo, el adjetivo "viejo", que se agrava en el texto de la pieza al combinarse con otro igualmente tabú: cansado. Era mucha casualidad. Al punto que sobrepasó los límites de entendimiento y tolerancia de la inquisición radial.

Nadie recuerda ya en La Habana a José Luis Rodríguez, llamado El Puma. Pero este baladista empalagoso y del montón fue sumamente escuchado a principios de los 80. Hasta un día, aquel en que tuvo la mala pata de violentar la lista de marras. Su balada recreaba el alegato de un mujeriego que consuela a la amante abandonada diciéndole algo así como "no llores, mi amor, que volveré en las navidades". Esta última fue la palabra fatal. Y ocasionó que El Puma no volviera a cantar por acá ni en navidades.

Es harto conocido que en la década de los 70 José Feliciano sufrió un férreo y prolongado veto en la radiodifusión de Cuba. Nadie sabe a derechas el motivo, ya que nunca se ofrece la menor explicación al público, pero por debajo del tapete se dijo que el cantante y compositor puertorriqueño había declarado estar de acuerdo con que su país formara parte de los Estados Unidos. Si es verdad, fue suficiente para indignar a los censores. Mas lo curioso es que partir de aquella prohibición Feliciano se convirtió en uno de los músicos extranjeros más escuchados por los jóvenes cubanos, un raro fenómeno de popularidad transferido de una a otra generación mediante casetes clandestinos que eran el plato fuerte en las fiestas de los sábados, y cuyo contenido ocupa hoy un rincón en la nostalgia de casi todos los cuarentones habaneros.

Para prohibir la canción Jesucristo, de Roberto Carlos, la censura no necesitó más que leer el título. Para silenciar al Tenor de las Américas, Pedro Vargas, fue suficiente el hecho de que no simpatizara con el régimen. Y para hacerle la cruz a Carlos Santana bastó con una grotesca confusión. El virtuoso guitarrista chicano, a pesar de su fama, no existiría para la radio de La Habana hasta bien entrados los años 80, cuando una pequeña emisora comenzó a programarlo a cuenta y riesgo, aprovechando el mareo de la perestroika. Su culpa: incorporar a ciertas piezas elementos de la música cubana, lo cual condujo a los inquisidores a pensar que él era natural de la Isla y que la había abandonado por desacuerdos con el régimen.

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