| Payasos en la feria del dólar |
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| Bach en tiempo de Conga y Guaguancó con charreteras: la profanación de una música vendida al mejor postor. |
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| por VíCTOR MANUEL DOMíNGUEZ, La Habana |
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El comportamiento de numerosos artistas cubanos vinculados al turismo internacional resulta denigrante. Semejante servilismo —que procura satisfacer el ego de los visitantes—, aparte de atentar contra la autoridad del arte, adultera su esencia.
Amparados en una supuesta batalla contra la globalización y el carácter banalizador del mercado, muchos artistas del patio —sin renunciar a la promoción internacional y al dinero que genera— se aprestan a vender un producto emparentado, por su bajo nivel, con prácticas tribales.
Cantos y danzas a Oggún, Shangó y Obbatalá, que si bien representan una parte indispensable del folclor cubano no constituyen lo más distintivo en la tradición de la Isla, son mostrados seudo-artísticamente para el supuesto deleite del extranjero.
Un bembé en el que un bailarín arranca de una dentellada la cabeza de un gallo, se bebe la sangre e invita al muchas veces asqueado espectador a que lo imite, constituye uno de los platos favoritos del "cubanísimo" espectáculo.
Un piquete de músicos, en busca de la anhelada propina en divisas, hace gala de la polígloto-manía barata que marca a miles de cubanos en estos tiempos, y la emprende contra la música, el oído y el idioma en un intento por interpretar Aquellos ojos verdes hasta en japonés, para, supuestamente, tocar la sensibilidad de un anciano samurai contemporáneo que consume mojitos mientras cabecea de sueño.
Observar cómo en diferentes centros recreativos del país los músicos, junto al personal de servicio y a los administrativos de la instalación, deambulan de un lado a otro en espera del arribo del turista extranjero para ofrecerle un recibimiento estentóreo, es un hecho penoso.
Armados de cencerros, una tumbadora y dos o tres bailarinas de movimiento ciclónico, a la voz de "ahí están" le parten pa' arriba a los turistas, quienes aún sin descender de los refrigerados buses son envueltos por un remolino humano cuyo vértice —la conga— pretende desentumecer sus descubanizados huesos. No importa la hora de la madrugada ni si es Villa Mégano, Los Pinos o Jibacoa.
Transmitir el mensaje de que nuestras raíces sólo están conformadas por música afrocubana y son pendenciero, así como pretender cantarle a un alemán el Himno a la alegría con timbal y requinto a cuatro voces, o a un francés La vida en rosa en tiempo de sucu-sucu, es un insulto a los demás componentes de nuestra identidad cultural y un ladrillazo en la sensibilidad de Bethoven y la simpar Edif.
Nosotros tenemos El manisero, de Moisés Simon, La Guantanamera, de Joseíto Fernández, y la Amorosa guajira, de González Allué, que como símbolos paradigmáticos de nuestra música son entonados en cualquier parte del mundo sin necesidad de traducción al chino o al inglés, ni de que se les adapte al bossa nova o al rock and roll. Lo auténtico no necesita disfraz para imponerse, y pretender disfrazar el arte representa un acto de autocolonización cultural.
Banalizar nuestro arte, convertirlo en entrega ominosa cuando debe ser ejemplo de calidad y cubanía —más allá de intereses monetarios, dogmas y preceptos ideológicos—, es darle la razón a quienes intentan separar lo cubano de su esencia, unívoca a través de la Historia.
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