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Civilización competitiva
LUIS MANUEL GARCíA, Sevilla Parte 1 / 3

Es norma universal que cuanto más los necesitan, más invocan los pueblos a sus dioses. Y la necesidad del pueblo ruso es dolorosamente antigua. Una tradición que enlaza sin respiro al padrecito Dios, al padrecito Zar, al padrecito Stalin... y a todos los padrecitos provinciales, municipales y locales. El resultado: un respeto-temor casi cromosomático a las jerarquías, una medrosa devoción al poder, como de perro apaleado.

Eso explica muchas cosas.

Rusia, a medio camino entre Asia y Europa, ha padecido durante siglos un desgarramiento entre la tradición oligárquica del Oriente y la vocación occidentalizante de sus clases altas, entre el feudalismo y la ilustración, entre gobiernos despóticos para los cuales el mujik no se distinguía muy claramente de cualquier otro animal doméstico.

Ramiro Villapadierna escribía hace un tiempo en ABC que: "La libre competencia capitalista es un esquema duro de convivencia, rebajado sin embargo en Occidente por siglos de civilización cristiana y desarrollo de principios cívicos. En la Europa Oriental, en cambio, esta ley de la selva económica se ha instalado sobre una sociedad castrada éticamente y desnortada (¿deshonrada?) moralmente y los resultados parecen salvajes".

No hay dudas: la ley del sálvense quien pueda capitalista ha instaurado en los países del Este una especie de Far East, donde sólo sobrevive el John Wayne que más rápido desenfunde su Colt 44. El crimen organizado es, de lejos, el sector de la economía rusa que mejor funciona. El 70% del comercio ruso paga protección a la mafia. En Eslovaquia y la República Checa la inseguridad ciudadana es tal que por cada policía hay 7 guardias privados. El esquema de inversión piramidal que antes esquilmó a 4 millones de rumanos, hurta 1500 millones a los ahorradores albaneses, y ya sabemos en qué acabó la operación. ¿Causas? El desmoronamiento de unas normas de convivencia instauradas por decreto durante decenios; la no aparición de nuevas normas, dado que quienes ayer asaltaron el poder en nombre de la dictadura del proletariado, se repartieron más tarde el botín en nombre de la democracia y la dictadura del libre mercado; y un vacío de poder intermedio que llenaron de inmediato las únicas fuerzas políticas organizadas: las mafias.

Como resultado, los comunistas (ya más socialdemocratizados) asaltan la Duma a puro voto, se desempolvan los bustos de Lenin, Stalin resurrecto mira admonitorio desde las pancartas, se afilan las hoces y se lustran los martillos. Un alto oficial de la KGB (con cara de oficial de la KGB) gana por amplia mayoría, y una parte nada despreciable de los rusos añora mano dura. En Occidente algunos se sobresaltan, o cuando menos se extrañan de esta inconsecuencia política de los rusos. Quizás los mismos que descubrieron asombrados, años atrás, que el coloso tuviera los pies de barro y se desmoronara sin intervención de los misiles.

Para un observador medianamente atento, tanto aquello como esto son consecuencia lógica de dos milenios de autocracia.

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