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La filosofía del 'como si'
RAFAEL ROJAS, México, D.F.  

Para Emilio Ichikawa

Algunos cubanos inteligentes y honestos piensan que la mejor manera de contribuir a la democracia en Cuba es "actuar como si Fidel Castro no existiera". Piensan que dejando a un lado el tema "Castro" se puede dialogar con el Gobierno de la Isla, viajar a La Habana y hasta publicar en alguna revista oficial –que sólo leen, por cierto, las elites habaneras–. Los que así piensan, fundamentan su posición con la idea de que Castro, como cualquier mortal, no puede dominar totalmente la sociedad. Pero el problema, digo yo, es justo lo contrario: la domina con demasiada parcialidad.

Podría decirse que la intelectualidad del exilio ya no se divide en dialogueros e intransigentes, sino en poscastristas y anticastristas. Los primeros serían aquellos que proponen obviar a Castro para propiciar una mejor comunicación con la Isla. Los segundos, en cambio, son los que se mantienen en pie de guerra contra el régimen, aunque hoy las armas sólo sean morales. Por generación y sensibilidad a mí me corresponde ser más poscastrista que anticastrista y, de hecho, lo he sido. Sin embargo, últimamente me siento más inclinado hacia la segunda actitud. Me gustaría pensar que ese cambio no es involutivo y que se debe a un dato virtual: la proximidad de la muerte de Fidel.

Perfecta paradoja: el poscastrismo es adecuado en vida de Castro para acelerar la reconciliación nacional y vivir, prematuramente, la democracia. Pero con la cercana desaparición del dictador esa actitud se vuelve cuestionable por varias razones. Menciono sólo cuatro: 1) persiste en la consagración de Fidel como tótem y tabú de la nación cubana; 2) propicia el olvido de una tragedia que ya dura demasiado: 43 años, más que la vida de José Martí; 3) contribuye a la valoración de una monstruosidad política (el castrismo) como un "mal menor": algo no tan grave, pasajero, normal, seminormal o paranormal, pero nunca patológico; 4) admite, con resignación, que Fidel Castro se vaya, impune y soberbio, de este mundo sin verse confrontado democráticamente por la ciudadanía de la Isla y el exilio.

En un raro escrito de María Zambrano, que conocí gracias a mi amigo Orlando González Esteva, la filósofa española confesaba un curioso pacto con el poeta José Ángel Valente: cuando llegara el día de la muerte de Francisco Franco, ninguno de los dos mencionaría al Caudillo, ni recordaría el dolor que les causó. Festejarían el suceso con un voto de silencio. Ese mutismo acordado por aquellos dos grandes escritores del exilio español tenía la fuerza de antiguas maldiciones, en las que es de "mala suerte" referirse al demonio. Pero la ignorancia deliberada del poscastrismo carece de tal energía. No es la indiferencia que, como en aquel vals peruano, duele más que el odio, sino mera simulación, demasiada prudencia.

A principios del siglo XIX, el filósofo alemán Hans Vaihinger publicó un libro, titulado La filosofía del como si, en el que postulaba la "utilidad de la ficción" en la historia. Sus ideas sirvieron, en los últimos años de la monarquía guillermina y el imperio austro-húngaro, como una justificación del falso esplendor con que esas naciones germánicas intentaron ocultar la más terrible decadencia, que se verificó en la Primera Guerra Mundial. El poscastrismo podría cumplir una función semejante en la última hora del castrismo: actuar como anestesia moral de la transición, apaciguando sujetos heridos y humillados, los cuales, a pesar de todo, protagonizarán un cambio de régimen.

Lo más objetable del poscastrismo es, pues, su tendencia a asociar la reconciliación nacional con el olvido de la tragedia. Como creo en la fórmula del filósofo polaco Adam Michnik, "amnistía sin amnesia", rechazo cualquier pacto que aspire a una armonía entre cubanos que no se construya sobre el recuerdo de nuestra dramática experiencia. Voy, incluso, más allá y arriesgo una afirmación tajante: la democracia en Cuba no comenzará a edificarse, plenamente, hasta que la mayoría de los cubanos no entienda que la permanencia de una misma persona en el poder, durante más de 15 o 20 años, por lo menos, es una aberración política y un crimen cívico. Ignorar el castrismo hoy es aprender a olvidarlo mañana.


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