| Huecos en la Gran Manzana |
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| El alcalde Bloomberg firmará una rigurosa ley contra el tabaquismo, con lo cual no se podrá fumar en casi ningún lugar público de Nueva York. |
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| por ARMANDO AñEL, Madrid |
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La guerra librada por algunos políticos estadounidenses contra el derecho ciudadano a consumir ciertas drogas —entre las que el tabaco, por constituir una tradición generalizada y un fenómeno de mercado que garantiza la subsistencia de millones de personas en todo el mundo, ahora mismo destaca— le está haciendo hueco, en propio suelo norteamericano, a una peligrosa perversión. Ella consiste en la tendencia institucional a defender la libertad de ciertas gentes suprimiendo la libertad de ciertas gentes: a defender a los no-fumadores de los fumadores negándole a éstos la posibilidad de ejercer su derecho a comprar una cajetilla de cigarros —a precio razonable, es decir, libre—, desenvainar uno, encenderlo y desprender humo. Una operación a primera vista anodina, pero que cada vez se vuelve más riesgosa en el Norte "revuelto y brutal" del alcalde Michael Bloomberg.
El alcalde Michael Bloomberg —quien de inexorable fumador pasara a suscitar iniciativas anti-tabaco (no hay peor astilla que la del mismo palo)— firmará en los próximos días una de las más rigurosas leyes estadounidenses contra el tabaquismo, con lo cual no se podrá fumar en casi ningún lugar público de Nueva York. El concejo legislativo de la Gran Manzana hizo buena el pasado 18 de diciembre, por agotadora mayoría, una ley que, según el portavoz Gifford Miller, mejorará decisivamente la calidad de vida de los neoyorquinos. A día de hoy bares, cafeterías, restaurantes, centros nocturnos y otros establecimientos consentían a los fumadores en zonas cerradas y aisladas dentro de sus locales, pero pronto será imposible. Las excepciones a la legislación que Bloomberg rubricará en breve permiten hacer uso del tabaco sólo en pequeñas áreas de cafés al aire libre —verano y otoño— o en restaurantes con terrazas superiores, más algún que otro cenáculo exclusivo: los recintos que deseen escapar a las restricciones deberán montar salas de fumadores "ventiladas" previa autorización de las autoridades locales (a lo cual la corrupción y el burocratismo le sacarán la correspondiente tajada). Antes, el alcalde había aumentado el precio de la cajetilla de cigarros a 7.50 dólares.
El alcalde, el concejo legislativo de la ciudad y vaya usted a saber qué otras hierbas, pretenden que sus conciudadanos fumadores (¿el 10, el 20 o el 30 por ciento de la población neoyorquina?) dejen el tabaco a como dé lugar. En lugar de promover la apertura de establecimientos que se caractericen por su ventilación y una distribución adecuada de los espacios, o incluso por su oposición frontal, pregonada, al tabaquismo, están decididos a poner los ya existentes, en caso de que no se acomoden a sus designios —y claro que se acomodarán—, fuera de la ley. Gifford Miller aseguró que la susodicha ley está orientada a proteger a los trabajadores de lugares públicos, quienes sufren trato de "fumadores pasivos"... y quiere que quienes fuman sufran trato de delincuentes, aunque no se atrevió a decirlo. Dueños de restaurantes y otros locales han señalado que la prohibición ahuyentaría a la clientela y podría arruinar su industria y la del turismo, pero no sólo se trata de un problema económico (o lo que prácticamente es lo mismo, social): está en juego el derecho individual a elegir, con lo que el conflicto adquiere rango político y la desobediencia sale legitimada. Demasiados huecos para una manzana.
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