Viernes, 22 marzo 2002 Año III. Edición 328 IMAGENES PORTADA
Internacional
La farsa castrista

¿Se puede lanzar un pueblo a la batalla cuando quien hace el llamado busca abrazarse con el rival? El Comandante mueve fichas tras el 11 de septiembre.
por ALEJANDRO ARMENGOL, Miami Parte 1 / 2
Castro
Castro

Con la llegada al poder en Francia de Luis Bonaparte, Carlos Marx se enfrentó a un problema en apariencia insoluble: ¿cómo explicar un retroceso político cuando precisamente su teoría postulaba un avance incontenible del devenir histórico? Supo resolverlo con ingenio y una frase feliz: Es cierto, la Historia se repite a veces, pero lo hace como farsa.

¿Cómo combatir contra un enemigo que no quiere pelear? ¿Es posible hablar de victoria entonces? O lo que es peor, ¿se puede lanzar un pueblo a la batalla cuando quien hace el llamado busca abrazarse con el rival? Asombra la facilidad de Castro para ese juego peligroso: en la tarde grita al combate y por la madrugada conversa con el contrario.

En el caso de Elián, Castro contó para su triunfo con la ayuda renuente del exilio de Miami. No le importó que le regalaran la pelea, que su antagonista más poderoso estaba de su parte. Lo esencial es fingir el combate. Por eso extendió sus reclamaciones ante Estados Unidos al caso de los espías. La liberación de éstos, sin embargo, ha pasado a ser tema para segundones. Ahora celebra foros económicos internacionales contra el liberalismo, convenciones que analizan la brecha informativa entre países ricos y pobres y reuniones para "hermanar" ciudades norteamericanas y cubanas.

En parte es bravata triunfalista: quiere continuar el chantaje. En parte es también habilidad de político astuto. Pero sobre todo busca prolongarse a través de la repetición. En la Isla cuenta para sus planes con una masa de temerosos, resentidos y aprovechados, que manipula a su antojo, a los que año tras año ha movilizado en concentraciones sin fin. Cuenta además con el apoyo incongruente de un anticastrismo vulgar a 90 millas de sus costas, que repite viejos esquemas y que, en el mejor de los casos, sólo ha ensayado un harakiri con "curitas" tras el fracaso de imagen que significó el regreso a Cuba del niño balsero.

En los dos últimos años, Castro se ha enfrascado por temporadas en una serie de reclamos a EE UU. Como un viejo mago que a veces saca un conejo y otras un ramo de flores, pero que siempre repite el truco del sombrero, ha dosificado las demandas de acuerdo a las circunstancias. Hay que reconocer que algunos de los reclamos que ha mantenido a lo largo de los años contienen elementos justos para el pueblo cubano: la devolución de la Base Naval de Guantánamo, el fin del embargo y el cese de una política inmigratoria inhumana, que discrimina de forma absurda entre los afortunados que logran pisar tierra y los infelices que son capturados en el mar, y que sólo contribuye al contrabando humano. Los reclamos pueden aparentar ser justos, las intenciones son torcidas. Ello no sólo impide que se puedan apoyar sus demandas, sino lo que es peor: obliga a enfrentarlas en un rechazo que perjudica la imagen del exilio.

Hay un cambio de táctica que Castro ha puesto en práctica en los últimos meses —acentuado tras los ataques terroristas del 11 de septiembre—, y que puede resultarle beneficioso. Durante años, su forma de negociar fue la típica de los gángster de barrio: las peticiones eran una condición previa para llegar a un acuerdo y nunca un resultado del mismo. Ahora, sin embargo, se muestra conciliador. Ha "cedido" en comprar alimentos al contado a Estados Unidos luego de vociferar que no adquiriría ni "una aspirina" bajo tales premisas. Promete seguir haciéndolo. Ricardo Alarcón repite que Cuba esta dispuesta a conversar con los norteamericanos dejando a un lado la existencia del embargo. El régimen insiste una y otra vez en su disposición de cooperar con su enemigo en la lucha antidrogas y la guerra contra el terrorismo. Más que un cambio político, la actitud conciliadora no está dirigida a la búsqueda de un acuerdo con la administración de Bus, sino a brindarle argumentos a los políticos y empresarios norteamericanos que persiguen negociar con la Isla. Es la justificación para la avaricia —o el comercio, como quiera llamársele— de quienes viajan a la Isla explorando un terreno propicio. Castro está regalando argumentos para encubrir lo que no es más que un afán de negociar. Hasta las socorridas visitas a los disidentes, que puntualmente realiza cuanto legislador viaja a Cuba, forman parte de ese encubrimiento. Como ocurre en China, el gobernante cubano sabe que, para la mayoría de los gobernadores y legisladores norteamericanos, poco importa el destino de los que sufren la represión en un país ajeno, al lado de un contrato beneficioso para su Estado.

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