Lunes, 04 marzo 2002 Año III. Edición 314 IMAGENES PORTADA
Internacional
Inocencia

¿Es el Sur inocente destinatario de los designios fraguados en su contra por el Norte?
por LUIS MANUEL GARCíA Parte 1 / 2
Verdes
Colombia. Ecologistas en contra del conflicto armado

Además de caceroladas, terroristas, desastres climatológicos y otros ruidos, circula hoy en la red el artículo Úselo y tírelo, de Eduardo Galeano. En él se desglosan todas las iniquidades, injusticias y males endémicos de nuestro tiempo.

La enorme diferencia entre el norte y el sur. Los niños excluibles del Tercer Mundo. Las cosas desechables del norte y las personas desechables del sur. El mercado que ofrece pero no regala, invitando al pobre a delinquir para hacerse con la pacotilla virtual que sale a borbotones de la tele. Denuncia la exportación de residuos contaminantes del norte al sur, mientras el norte regula con rigor la mierda que viaja en dirección contraria. Clama contra el agotamiento de los recursos y la desenfrenada carrera del consumo. Y se pregunta por qué hay exceso de población en Brasil (17 habitantes por kilómetros cuadrado) o Colombia (29), y no en Holanda, donde los 400 habitantes por kilómetros cuadrado comen todos los días, e incluso varias veces.

El artículo concluye en tono de fábula, que tan bien se le da a Galeano, contando como el hombre y la mujer se crearon a sí mismos con los restos que le sobraron a Dios mientras iba fabricando el sol, la luna y las estrellas. De modo que somos seres de desecho, aunque no todos, claro.

Desgranar los males e injusticias del planeta es cosa fácil. Basta mirar alrededor. Hay material de sobra para varias toneladas de discursos, canciones-protesta y ensayos-protesta. La cosa se complica un poco más cuando se trata de explicar por qué. Y se complica mucho más cuando se intenta ofrecer soluciones.

La ventaja de la denuncia a secas es que es irrefutable. Las estadísticas del planeta son incontestables. Las cifras de malnutrición, analfabetismo, ingreso per cápita, criminalidad, esperanza de vida y enfermedades evitables asolando pueblos enteros, constituyen la contabilidad de la desdicha humana. Y las demostraciones matemáticas son bastante inmunes a la pirotecnia verbal.

En un memorable libro, que la mayoría leímos en su día —Las venas abiertas de América Latina—, Galeano intentaba explicar los padecimientos al sur del Río Bravo mediante numerosas historias que al cabo componían una moraleja: todos nuestros males dimanan de la perversidad colonial y neocolonial, sin que a los latinoamericanos nos quepa otra profesión que la de víctimas. No hemos sido hacedores de nuestro destino, sino inocentes destinatarios de los designios que contra nosotros fraguaron, para su propio provecho, las naciones del norte. Una explicación sin dudas muy confortable, y que en parte se atiene a la verdad, lo cual le concede una credibilidad subrayada por cierta propensión de la naturaleza humana: a todos nos resulta cómodo pensar que nuestras desgracias no son obra nuestra. Que no somos culpables. Que una fuerza superior nos ha confinado a los arrabales de la modernidad. También las religiones suelen adiestrar a los fieles en las virtudes de la paciencia, el sufrimiento silencioso y la resignación, con la vaga promesa de una felicidad futurible, de la que nadie ha regresado con pruebas documentales.

"Estamos jodidos, pero somos inocentes", es la moraleja que dimana de esta fábula. Lamentablemente, eso no explica por qué entre naciones ex-coloniales de la misma metrópoli —Nueva Zelanda y Australia, por un lado, la India por el otro— hay mayores diferencias, por ejemplo, que entre Australia y Gran Bretaña. O por qué ningún argentino, chileno o uruguayo, emigra hacia Bolivia. O por qué Haití, la primera nación libre del continente, es también la más pobre. Tampoco explica la fábula qué hacíamos mansamente nosotros mientras los imperialistas norteños nos imponían la miseria por decreto. Ni por qué lo permitimos. De soslayo apunta Galeano que "en Brasil y en Colombia, un puñado de voraces se queda con todos los panes y peces", sin tampoco aclarar qué responsabilidad nos ha cabido en permitir que los voraces se adueñaran de nuestro destino. O por qué las numerosas revoluciones emancipadoras del continente, siempre en nombre de los oprimidos, han terminado aupando al poder a dictadores y ladrones, quienes han hecho de la corrupción una institución más inmanente que el código penal y la constitución republicana.

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