| Carta a Esteban Salas y Castro |
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| por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona |
Parte 1 / 4 |
Capillístico y coral Esteban Salas y Castro:
He estudiado pacientemente tu caso. Casi diría que lo he hecho a "perdóname conciencia", con pijamita de paciente hospitalizado, metiéndole cabeza por todas las puntadas del forro —del lío, no del pijama—, y hay cosas del caso que casi me ocasan acosándome; se me deshilvanan, se me rompen y no aceptan zurcido. Así que, siguiendo tu biografía cabezudamente, cocoriocamente, cerebrario y antifónico, me quedo afónico y anonadado, postura que Marcos Behemaras, con leve vehemencia, describía como tener el culito en el agua. Sin hacer olas, entre cánticos y letanías, barroco, farruco y beroco, me decido a plantearte las incongruencias encontradas, casi diría que halladas en la olla, en el hollejo de eso que pudiera declararse "tu transcurrir". Y he aquí que me veo obligado, por fuerzas mayores, coroneles y generales, a describir con el cazo en la somera, con asomo de somerset maugham para decirlo en liviandad, lo que significa "transcurrir", que es y dícese: hecho de estar ahí, en algún momento y lugar, entre dos censos de población y vivienda, o, en su defecto, haberse manifestado en algo, contra algo, por algo o sin algo. Es decir, dejar constancia de que uno existió, cogió cajita o butifarra, dijo, expresóse, sonó la campana, eructó, o marcó pautas —aunque fuera un hijo de pauta— fuese mediante roncamiento nocturno o roncamiento escrotal. Claro que tú lo tienes más fácil porque quedan tus sobras artísticas, y hasta una colérica carta, cantándole las cuarenta, al rey Carlos IV, que, como era cuarto, después del tercero, te bajó una octava y no te hizo la media. Te tiró a mondongo. Debiste haberle escrito una cuarta más luarga. Mala suerte que tuviste con la realeza, naciendo cuando acababa de embasarse en primera Felipe V, y eso da muy mala nota. Se había acabado el Felipe II. Y ahí voy con mis reclamos.
Porque, Esteban, estaban todos los que esteban, pero no los que estebarán. Más allá del nombrecillo que te mandabas, hay acta jacta est con jalea, donde consta que naciste pomario y ligeramente mestezuelo en suelo capitalino, en La Habana —que debía estar como la de ahora, hecha cáscara— el 25 de diciembre de 1725, capicúa y calne de puelco, aguándole la navidad a tu progenitora, que, a pesar de ello te quiso mucho —y macho— y en tal paisaje urbano noris te dio por lo musical y lo geográfico extremo. Ya lo de casto Castro se lo pusiste tú con tus salas. Allí, en la hermosa ciudad que se perfilaba desde entonces ruina de la Humanidad, estudiaste música, filosofía, teología —que todavía no era de la liberación— y derecho canónigo, no cañongo. Habría que ver qué pasaría si te hubieran torcido ese derecho, o no lo tuvieras, como suele suceder en un lugar que se pretende convertir en justiniano. Digo yo que en aquel momento nada te distraía, y pudiste terminar tantas cosas porque, además de que se sabía sólo un tin a la maraña de cada una, tampoco te estaban fletando todo el día a guardias, marchas, reuniones, todas esas hermosas actividades que han inventado para que el hombre sea social y se cocine en su propia salsa. Al menos en la música no habían nacido ni Mozart, ni Francisco Repilado, así que había tiempo para soplar el pífano sin pifiar, violinar sin tanta enviolinencia, y andar piano, medio clavicémbalo del clavicordio.
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