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Carta a Lucrecia Borgia

por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona Parte 1 / 3

Arsénica y lupanaresca Lucrecia Borgia:

Sello

Mi madre decía que el amor entra por la cocina, pero nunca me dijo por dónde sale. Sales biliares serán, y no de esas islas biliares donde están Mallorca, Menorca y Lorca, la barrena asesina. Pero cada vez que pienso en ti como posible cónyuge mía, metida entre fogones, revolviendo salsas y caldos, me entran muchos deseos de llamar a Telepizza o comer de cantina. Con la famita que has traído siempre a retortero desde el Renacimiento —que no es solamente un lugar italiano de antes de Ugo Tognazzi y al mismo tiempo un restaurante de Santos Suárez, sino cuando se usaban las Monas más o menos Lisas en la pintura— es mejor prescindir de ti como posible amor, o no dejarte pasar por la cocina. Ahora hay una campaña seria para limpiar tu nombre y rescatar tus virtudes. Una campaña que no suena como la Demajañua, sino más a campiña con champiñones. No te imagino inocua, recostada en un verde prado, con cara de yo no fui, alejada de la maceración de hongos y otras repugnantes sustancias. Y menos llena de esos virtuosos dones. Es más, no me cabe verte así, como en Prado y Virtudes. Si subieras unas cuadras más, ya la transformación fuera menos creíble. Una cosa es con guitarra y otra con Jorrín.

Me asaltaste subrepticiamente ese masacote que llevo con mucho entusiasmo en la cabeza, entre la caspa y el pelo, que se llama cerebro, luego de unos brutales retortijones de viernes en que comencé a confundir a un par de amigos con los once apóstoles de mi última y definitiva cena. Acababa de ver noticias sobre Venezuela, ese país lleno de insignes arpistas plásticos, petróleo y un muñeco de palo gordo y amulatado, que pertenece a un ventrílocuo al que todos conocemos muy bien, y que, no conforme con hablar tanto, se ha buscado al muñecón entusiasta para que también derrame sus parrafadas, como un interminable Orinoco, para orinocarse en la realidad. Entonces comenzamos a cenar, y en la escena de la cena entró un salmón bastante ahumado. Pero todo indica que, entre la discusión que surgió con el país, el número de comensales del cenador o cenobio —que daba perfectamente lo de cuatro llanero— y la ventriloquia de marras, el salmón me cayó como una bomba, o un barril de petróleo. Venezolanizándose en mi bajo viernes de ese vientre nocturno, se convirtió en un salmón Bolívar, y me puso a parir todo un fin de semana, como si hubieras hecho arte de tus artes, y me sonaras una abundante ración de láudano con campanella. La campanella era como de marca Roy, y esa postura de cátcher fue la que siempre tuve esas dolientes 48 horas de Grandes Ligas y ligueros.

Entonces comenzó tu imagen a rondarme, como mosca en chiquero. Y al ponerme inerme, entre dolor y color, a escuchar al sonido melancólico de Arsénico Rodríguez y su Conjunto, la conjunción de cólicos fue más gris que la Orquesta aquella de Fernando Collazo. "Me faltaba paz, me faltaba amor, me faltabas tú", y el color del arsénico es gris. No el Rodríguez, que era prieto. Ambos tienen una estructura cristalina romboédrica y su número atómico es el 33, cerca de donde hay fuego siempre. Así quedé, atómico, estúpido de facto, que resumiendo se dice estupefacto con tumefacción. Y todo por un puñetero salmón de viernérea cenea. Si lo llego a imaginar, se lo dejo a los osos para que hagan documentales del National Geographic.

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