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Adicción a la clorofila

Una apelación a la conciencia patria desde la humanidad del bistec que se sale del plato.
por ENRISCO, Nueva Jersey Parte 1 / 2
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Por mucho que nos cueste aceptarlo, existe un tema que constituye barrera insuperable para el entendimiento de los cubanos que habitan la Isla y los que vivimos fuera. Un tema cuya discusión nos sitúa en posiciones irreconciliables. Me refiero a la posibilidad de ser vegetarianos.

La reacción de un cubano residente en la Isla —a tiempo completo— ante el tema del vegetarianismo, es única e indivisible: ¿Alguien en su sano juicio puede renunciar voluntariamente a comer carne? La respuesta del cubano de adentro es que, sencillamente, los vegetarianos sufren una disfunción mental aguda. Natural que les parezca lógico: ¿por qué dar la espalda a ese ejemplar de la fauna mitológica que es el bistec con papitas fritas, con el que nunca se ha establecido contacto directo y del que lo único que se escuchan son maravillas? Como con el resto de la fauna mitológica —el unicornio, la quimera o nuestra ave nacional, el tocororo—, con el bistec ocurre lo mismo. Después de pasarnos la vida oyendo hablar de ellos la única posibilidad que nos queda es desearlo.

Las abuelas. Ellas fueron las principales responsables de esas mitologías y de que uno creciera convencido de que en otras partes del mundo la vaca era un animal comestible y que el hombre, por lo general, se había conseguido situar al final de la cadena alimenticia y no entre el picadillo de soya y los tiburones, como estábamos acostumbrados. El animal mitológico que respondía al nombre de "bistec que se sale del plato", introducido en nuestro cerebro por esas aparentemente inofensivas abuelas, nos acompañó, torturante, durante toda la vida. Es la razón por la que algunos se entregan a curiosos experimentos para conseguir a la increíble bestia mitológica. Tomábamos la pieza de carne que nos correspondía por la cuota y la colocábamos en el platico del café, pero ni aún así conseguíamos que aquel bistec se saliera del plato.

A los de la Isla les informo lo siguiente: existen cubanos que al salir dejan atrás ese viejo anhelo de encontrarse a solas con un bistec que se salga del plato y renuncian de modo permanente a consumir todo tipo de carne e, incluso, cualquier alimento de origen animal. Y es que cuando se establecen allende los mares, los criollos cambian mucho: unos cambian de hábitos, de acento, de sexo o se entregan a alguna religión cuya membresía, incluidos sus profetas y dioses, caben en una cabina telefónica. He conocido mujeres liberadas e independientes que en La Habana eran tan adictas a la minifalda como alérgicas a la ropa interior, y una vez fuera se han convertido voluntariamente al Islam y ahora llevan encima tela suficiente como para fabricar todas las banderas usadas un primero de mayo en Cuba. Sin embargo, nada de eso sorprende tanto como aquellos cubanos que en medio de una parrillada piden un trozo de lechuga porque han renunciado a comer carne. No es que a todos les dé por volverse adictos a la clorofila ni mucho menos (el Tigre, buen amigo ahora afincado en Madrid, como su apelativo indica se ha mantenido esencialmente carnívoro. Cuando la Tigresa insiste en servirle un poco de ensalada por aquello del equilibrio dietético, el Tigre aparta del plato los vegetales como si de algún insecto especialmente nauseabundo se tratara, al tiempo que dice: "Mariana, ¿hasta cuándo te voy a decir que yo no como paisaje?"). Acá afuera, los apegados a la proteína animal seguimos, de momento, siendo mayoría. Y a los miembros de la secta de los clorofílicos uno los ve como una excepción que confirma la regla. Aún así, uno no puede evitar verlos como un insulto a nuestras más profundas raíces, esas que dictan que un cubano, para serlo, debe sentir una añoranza infinita por la carne. Gente así ha destruido mi firme convicción de que la apetencia cubana por la carne no era un producto social o cultural, sino que estaba inscrito en nuestro código genético junto con la impuntualidad y nuestra incapacidad para decir que no sabemos algo.

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