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Carta a los Kikos plásticos

por RAMóN FERNáNDEZ LARREA Parte 1 / 3

Torquemádicos y antediluvianos Kikos plásticos:

¿Cómo olvidarles, amigos incómodos y queridos? ¿Cómo borrar de mí sus presencias infames, si aún hay madrugadas en que los siento, atenazando amorosamente mis pieses, y me despierto aullando como una ambulancia, y si no miro la foto de una vaca no puedo recobrar el sueño? Hasta hubo una dorada época en que el cubano comenzó a diferenciarse del resto de la humanidad no sólo por el olor o el andar anadino, sino en la morfología. Mientras el resto de los homos sapientes podían destajarse —incluso sin ayuda de Jack El Destripador— en "cabeza, tronco y extremidades", el feliz nativo de la Siempre Fiel Isla de Cuba metía ruido en el sistema. Nosotros nos dividíamos —aún más de lo que han hecho— en "cabeza, tronco, extremidades y Kikos plásticos". Era el extremismo en el extremo. Una extremidad de polietileno que le zumbaba la malanga.

He buscado afanosamente, como un demente y hasta de chocolete, desesperado, desgreñado, indeciso entre cortarme las venas o dejarlas largas como están, el nombre de su invencible inventor. Llevo años hojeando los catálogos de Premios Nobel, y nada. No aparece su nombre. Me mantiene vivo la esperanza. Siempre digo: "Este año lo coge de seguro". Pero desconozco en qué materia. No sé si será en Física o en Química, en Economía o Matemáticas. Tal vez en Medicina, por la cantidad de certificados médicos que provocó en la gente sensata para no ponerse esa horrible cosa en los pies. El 98 por ciento de los becados buscó un certificado. El dos por ciento restante, o han muerto en inexplicables accidentes o padecen de una inevitable plasticidad, o los expulsan de los cines solamente por el mal olor de sus cascos. Sólo unos 14 continuaron normalmente sus vidas, y han llegado a ser Jefes de Lote o Carretilleros de la Construcción. Incluso hay un inspector de la Ruta 4 que acaba de solicitar su jubilación. No podía bailar con Juana, porque Juana tiene juanetes. Y no son suyos. Son de los Kikos.

¿En qué oficina de diseño fueron soñados, llevados amorosamente a la cartulina, agujerito por agujerito? ¿En qué laboratorio midieron el peso específico de su estructura molecular? ¿En qué descascarado sótano medieval se reunieron los aberrados que los sacaron luego a la luz del sol, que era cuando más difíciles se ponían ustedes en nuestro organismo desorganizado? Me juego a mi abuela que en el macabro equipo inventor había un músico. Tuvo que haberlo. Nada puede ser tan perfectamente calculado para que el ser humano se rebele y estalle. He visto empastes de muelas durar veinte y treinta años. Casquillos de mal oro que no destiñen por mucho chicharrón de puerco que atrapen. Calzoncillos cuya costura uno resiste, como un cinturón de castidad de alambre de púa, hasta tres días. Y nadie me va a negar, porque está escrito, y exceptuando algunos editoriales, lo escrito no miente, que en el Japón le reducen las patas a las geishas y a otras criaturas femeninas. Y han crecido sin desenchuches mentales. Y hasta han llegado a ser adultas y maquilladas. Normalitas, amarillas, mirando con los ojos apretaos, pero aparentemente cordiales y sin adicción al harakiri.

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