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Carta a la maleta de la Escuela al Campo

por RAMóN FERNáNDEZ LARREA Parte 1 / 2

Tierna y voluminosa maleta de Escuela al Campo:

Ya sé que debí escribirte antes. Pero al pensar en ti se me ponían los dedos de gallina, gárrulos y engarrotados, como después de recoger papas y chopos. Pero me dije: "hay que escribirle antes que enchopezca y la papada nos cuelgue". Y aquí estoy, trémulo y solo, sin alma de bailarina española, enfrentándome a ti desde la mitad del surco. Surcando otros mares más productivos. Lejanos, eso sí, pero asiendo cosas más alegres que asir tu asa. Y esto de asiendo lo puse a propósito, aprovechándome que la hache es sorda como una tilapia.

Te recordó mi amigo el Solo, una tarde reciente, frente a la bahía tenue de Miami, un agua como debe ser el agua de las bahías, mientras una gaviota se lanzaba en picada sobre el rielar de inevitables peces. Si eso llega a pasar en la bahía de La Habana, la osada gaviota se desnucaba contra la solidez de lo aparentemente líquido. O habría que llevarla al siquiatra por pretender ver peces en aquel chocolate espeso. Pero allí se lanzó una flamante, lúcida, límpida, impúdica, blánquida toda éllida, muy gaviótica y oropéndula, y por un momento pensé que iba a sacar una maleta de palo con su pico. Una maleta de escuela al campo completa, con su lata de leche condensada en una esquina, con sus huequitos tapiados amorosamente con papel cartucho. Y sentí un bombo, mamita, me estaban llamando.

No se por dónde vino la solución al problema acuciante de falta de guájaros y guachos, luego de que todos los guajiros se embullaran con el paso de la Columna Uno, y la "atención Columna tres, Camilo aquí está el Che", y le levantaron la vaqueta a la tierra colorada y empezaron a repartirse bohíos en el Nuevo Vedado y Siboney, y alguien hasta se almorzó revolucionariamente la garza de Kukine con su pata de palo. Lo cierto fue que el campo se desescampó, y en ese desencampo, alguien metió en una batidora al Maestro, que tanto mal busto ha dado, y sacó una ecuación de tres por cinco malanguitas en el agua, y que la unión del taller con la escuela. Así, un buen día, nos vimos todos cantando malembe en la cama de un camión, con tu estructura de pinotea debajo del culantro. Y entonces comenzó el mozambique, la verdadera esencia del cumbinquinqui pá. Y se hizo la luz con la fórmula, que era, en ese aciago tiempo, la Fórmula V, exclusiva ocasión en que "Cenicienta se marchó sin darme tiempo ni ocasión para hablar de nuestro amor", bajando las escalinatas con sus zapaticos de cristal que se iban convirtiendo en chancletas de palo al acercarse a la calabaza, con el guaguancó que armábamos con tu pellejo hirsuto, que respondías a gusto desde tu maderamen de playwood o pinotea, con el bronco resonar de la latica de "fanguito" en el vientre. Si los tanquistas soviéticos que tomaron Berlín durante la Segunda Guerra Mundial hubieran conocido el inolvidable fanguito, no habrían parado hasta Pekín.

Y en los camiones y en las guaguas comenzaba contigo la lección más profunda de cubanidad, en vulgar, eso sí, porque se desapolillaba todo el repertorio carcelario creado por el Tío Tom para disfrute de nuestras orejotas vírgenes, y hasta las vírgenes hacían orejotas sordas a aquello tan hermosamente filosófico de: "conocí que la mujer/ anabanábana/ era como la serpiente", y uno terminaba alucinado y convencido de que "no existe amigo fiel", en un tributo sincero a Orlando Contreras y su sabiduría de barra ronera y que, casualmente, en esos años tumultuosamente maleteros, estaba ya desaparecido de la radio, del campo cubano y del mapa.

Y el estudiantil ingenio, que nada tenía que ver con ningún central, liberaba su espíritu aventurero y las leyes del tránsito, imprecando al conductor del vehículo a lanzarse al destolete, con el mismo sonsonete pasado de generación en generación, por niñas y niños, varones y varonas, machos y hembritas, unidos en el coro acuciante que lanzaba al aire su feroz tema de carreteras: "angoa angoa angoa, el chofer esta bravito/ angoa angoa angoa, hay que darle platanito", casi calificando al solemne o embravecido piloto poco menos que de simio, cuando el pobre hombre solo cumplía, o intentaba cumplir, su misión de trasladar carne de cañón a su presidio temporal sin perder la mercancía de a bordo, soportando estoicamente la algarabía de los fiñecos en su aparente libertad, que celebraban también, y para rematar, cantando aquello otro de: "qué le pasa a este chofer/ qué es lo que le pasa que no quiere correr". Era la hostia de madera.

Y tú siempre ahí, calladita y guapa, cerrada con el gran candado que no era Villa Jabón, porque el jabón era lo más alejado que podía existir en aquellos 45 días de desparpajo laboral en que intentábamos formarnos para el socialismo, el hombre nuevo con pegotes de fango, lejos de los padres, de la higiene y de la patria potestad. Que a las duchas sólo se iba a mirar huecos, para conocer cómo era realmente el cuerpo humano en vivo y a todo color. Casualmente, el cuerpo humano biológico pertenecía a la profesora que estaba más buena, lo que le daba categoría de "cuerpo docente", o a las hembras, en el caso de aquellos adorables campamentos mixtos. Entonces se descubría la verdadera esencia del jabón nácar porque, luego de la observación de cuerpos celestes, se tapiaban con él los agujeros hechos en nuestras atalayas de fibrocemento.

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