Presentación
por PABLO DíAZ ESPí

No es en medio de la manifestación, las banderitas y el discurso, sino al doblar de la esquina –en el sitio en que transcurren los pequeños acontecimientos cotidianos– donde Cristina Piza mira a los ojos de la gente.

Después de la foto, los retratados se dan la vuelta y prosiguen su lucha contra el tedio y la escasez.

Dulce María Loynaz hervirá un huevo; el lechero estrábico dormitará sobre un cajón de litros vacíos; y la trabajadora del hotel Inglaterra, antes de irse a casa, contará los cents y esconderá en el vestido los pomitos de champú apenas usados, las hebillas y los bolígrafos olvidados por los turistas en las habitaciones, bagatela con la que le comprará a la hierberita de la esquina una rama de Eiwe Ichocho, que sirve para atraer el espíritu de un ser querido que se encuentra lejos. Sentada ante la cabecera de la cama, parece un ángel venido a menos; un ángel de alas negras.

Estas fotos tratan del silencio en un país dedicado a la gritería, de la intimidad en una sociedad donde lo público domina la vida, del cansancio donde la consigna oficial reza Resistir, Resistir, Resistir. Como si el tiempo hubiera pasado en espiral, traen a la memoria los años 30 retratados por Walker Evans, aquéllos que fueron el preludio de una revolución que se fue a bolina. Estas estampas, más que ningún discurso esgrimido a voz en cuello, más bien con la seguridad con que los nubarrones presagian el aguacero o las orejas de repente alertas del perro anuncian la llegada del vecino, son una prueba serena, irrefutable.