Viernes, 24 enero 2003 Año IV. Edición 541 IMAGENES PORTADA
Entrevista
Antonio Benítez Rojo: El escritor y su archipiélago

por JESúS DíAZ Parte 2 / 4

Me contaste una vez que esa casa estaba poblada de fantasmas que sólo tú eras capaz de ver.

Fantasmas o no, lo cierto es que veía a gente que no conocía. Y no me refiero a una persona, sino a seis o siete que se movían por toda la casa, o bien se sentaban en el suelo o se recostaban a las paredes. Como los pretendientes de mis tías y amigos de mis tíos entraban y salían constantemente, sin contar que siempre había vecinos que venían a escuchar los programas radiales, pensaba que estos desconocidos eran gente de carne y hueso. Un día, sin embargo, me extrañó ver a varios negros y le pregunté a mi tía Dulce quiénes eran. Ella, toda nerviosa, me pidió que los describiera, cosa que hice. Bueno, para qué contarte, mi tía empezó a dar gritos y a regañarme, diciendo que no inventara ese tipo de cosas. El caso es que desde aquel día, los desconocidos desaparecieron y me prohibieron escuchar los cuentos de Felipa, que más adelante supe que eran versiones de patakíes yorubas. Pienso que mi gusto por la literatura y el cine de fantasmas viene de esa época, de ese espacio misterioso al cual se me cortó el acceso. Películas como The Sixth Sense, The Others, y obras literarias como Pedro Páramo, Aura, Cien años de soledad, y ciertos cuentos de Cortázar y de autores norteamericanos y europeos, tienen para mi un interés especial, al punto que uno de los cursos que doy en Amherst College se llama "Lo paranormal en la literatura hispanoamericana". Eso sin contar que algunos de mis cuentos caen en el género de lo fantástico.

Eres, entre otras muchas cosas, un musicólogo, pero también un gozador de la música popular. ¿Qué tuvo que ver tu biografía con esa afición, con esos placeres?

Ciertamente, no soy un musicólogo. Si sé algo de música fue porque me interesaba conocer ese otro tipo de lenguaje, sus reglas, sus signos, su historia y sus cambios a lo largo del tiempo. Pero aunque aprendí de manera autodidacta solfeo y armonía y conozco el teclado del piano, jamás podría interpretar una pieza. En mi adolescencia aprendí algo de guitarra popular y más adelante tuve oportunidad de tomar clases con el maestro Guyún, que me enseñó los caminos armónicos usados en los boleros del filin, el bossa nova y el jazz. Durante un tiempo, en los sesenta, toqué guitarra eléctrica con un grupo amateur; éste contaba con piano, bajo, trompeta, alto, batería y bongó, y hasta con una cantante. Todos trabajábamos en campos muy distintos al de la música y sólo tocábamos para nosotros y algunos amigos. Ya desde antes de la Revolución, me había interesado mucho en el jazz, a mi juicio la expresión más creativa de la música. A pesar de la notable contribución de los músicos y arreglistas cubanos, el jazz era prácticamente desconocido en la Cuba de los 50. Sólo recuerdo una tienda con discos de jazz y, en cuanto a programas radiales se refiere, sólo había uno, en la radioemisora del Ministerio de Educación. Acaba de morir uno de nuestros pioneros, el pianista Frank Emilio, a quien tuve ocasión de saludar, después de muchos años, en un exitoso concierto que dio el año pasado en el Lincoln Center. También me he encontrado con Paquito D'Rivera y con el guitarrista Carlos Emilio... Ahora bien, me preguntas si la música ha sido importante en mi vida. La respuesta es sí, particularmente en mi oficio de escritor y en mi manera de ver el Caribe. De los tres elementos de la música, melodía, armonía y ritmo, los que más me interesan son los dos últimos. La composición de una frase literaria, en mi caso, tiene mucho que ver con el hallazgo de una progresión de acordes. En cuanto al ritmo, pienso que es de suma importancia para todos los escritores caribeños, independientemente del idioma en que escriban. Esto, naturalmente, viene de la asimilación de ciertos componentes de las culturas africanas, culturas esencialmente rítmicas, cuya presencia se observa no sólo en las Antillas, sino además en Brasil, en los Estados Unidos, en las zonas costeras de Suramérica y en cualquier parte donde la esclavitud africana haya tenido importancia.

En tu juventud pasaste una temporada en Estados Unidos. ¿Por qué saliste de Cuba?

Quizás por altruismo. Mi interés profesional entonces estaba dirigido hacia la economía y la planificación económica. Piensa que pertenezco a una generación que observó el proceso de descolonización que siguió a la Segunda Guerra Mundial, el surgimiento de nuevas naciones en África y Asia y la invención de los términos "Tercer Mundo" y "países en vías de desarrollo". Mi sueño era contribuir a mejorar la situación económica de esos países. En el caso concreto de Cuba, lamentaba la dependencia al monocultivo de la caña de azúcar, producción estacional que impedía liquidar el desempleo y el subempleo. En la Universidad de La Habana no existía en aquella época la carrera de Economía. Lo que más se parecía era Ciencias Comerciales, cuyos cursos había matriculado durante cuatro años. Supongo que eventualmente me habría graduado, pero ocurrió que supe de unas becas que concedían las Naciones Unidas para estudiar estadísticas en los Ministerios de Comercio y de Trabajo en Washington. También matriculé cursos de matemáticas avanzadas y planificación en la American University.

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